Los planes de Noah para esa noche se vieron frustrados por una llamada de su padre.
«Necesito hablar contigo urgentemente y no acepto excusas.» «Voy de camino a tu casa».
La sangre comenzó a arderle en las venas. Solo un nombre podía estar detrás de aquella visita inoportuna: Alexander. Noah respiró hondo, repitiéndose que debía contenerse. En su mundo, mostrar deseo o rabia era un lujo. Pero la represión, cuando se quebraba, siempre resultaba devastadora.
Lionel llegó poco después. La lluvia aún goteaba de su abrigo cuando el portón se cerró tras él. Un sirviente lo condujo hacia el interior, y Lionel avanzó por pasillos amplios donde todo parecía reflejar la frialdad de su hijo: mármol pulido, cuadros de tonos oscuros, silencio solemne apenas interrumpido por el eco de sus pasos. No había fotografías familiares, ni rastros de calidez; solo orden, lujo y un vacío que pesaba más que cualquier decoración.
Al cruzar la sala principal, Lionel percibió un aroma a cuero y madera barnizada. Las cortinas pesadas dejaban pasar apenas un hilo de la tormenta nocturna. Todo aquello le hablaba del hombre en que Noah se había convertido: un rey en su propia fortaleza, inaccesible. Sintió una punzada de arrepentimiento; aquella casa no solo era el reflejo de su hijo, sino también de sus errores.
Finalmente, el sirviente abrió la puerta del estudio. Allí estaba Noah, sirviéndose un trago. El chasquido del cristal contra el decantador rompió el silencio como un látigo. Lionel lo observó de pie unos segundos, notando el malestar escondido bajo la compostura: los hombros tensos, el gesto contenido, la ausencia total de sonrisa. Aquellos ojos verdes, alguna vez tan llenos de vida, eran ahora dos espejos helados que no concedían entrada a nadie.
—¿Te preparo uno? —preguntó Noah, sin apartar la vista del vaso.
—Me gustaría más un cálido recibimiento.
Noah dejó escapar una leve sonrisa cargada de ironía.
—¿Te sientes bien, papá? Nunca fuiste de afectos. Lo tuyo siempre fueron los negocios… La familia era tu segundo plato.
Lionel suspiró y, por un instante, se permitió mirar alrededor: las paredes cubiertas de libros, el aroma penetrante de whisky, la penumbra que parecía estrechar el aire. Aquello no era solo un estudio, sino la fortaleza de un hijo que había aprendido a sobrevivir en el hielo.
—Lo sé —dijo finalmente—. Y me arrepiento. Supongo que en mi empeño por hacer de ti una versión mejorada de mí mismo, solo conseguí esculpirte en piedra.
Noah apretó la copa, mordiéndose el interior de la mejilla para no responder con furia.
—Crecí con tu sombra encima, escuchando a todos decirme cómo debía ser. Sí, llevo ese resentimiento, aunque en silencio. —Bebió un sorbo lento y seco—. Pero dime, ¿a eso viniste?
Lionel lo observó en silencio unos segundos, como midiendo cada palabra.
—No vine a hablar de mis arrepentimientos. Cuando lo haga, quiero a todos mis hijos presentes. Hoy necesito tu apoyo en otro asunto.
—Imagino que se trata de Alexander —replicó Noah, el vaso tintineando en su mano.
Lionel bajó la mirada. Había visto la nariz partida de su hijo menor, y aunque condenaba la violencia, tampoco podía ignorar que Alexander llevaba tiempo sembrando enemistades.
—Alexander, cosecha lo que siembra, y lo sabes —murmuró, con un dejo de cansancio.
Por un instante, Noah lo miró sorprendido, como si la grieta en aquel discurso paternal le resultará imposible.
—Vaya, eso sí que es una novedad. ¿O será que este whisky está adulterado?
Lionel ignoró el sarcasmo. Enderezó la espalda, la voz más firme:
—No vine a hablar de él, sino de Lucía Ruiz.
La copa se tensó entre los dedos de Noah. El líquido vibró por el pulso contenido.
—Ya sabía yo que esta visita no era de cortesía.
—Noah, ya eres un hombre, no vengo a prohibirte nada. Solo quiero entender qué buscas con ella.
—Te lo advierto —dijo Noah, la voz baja, helada—. No permitiré que esta familia le haga daño.
Lionel lo miró fijamente.
—¿La amas? —preguntó observando a su hijo que se mostraba fuerte, invencible… pero Lionel sabía que hay un Noah que aún no despierta, y que podría destruir todo lo que ama.
El silencio se hizo espeso. Noah alzó la vista, sus ojos ardiendo con un brillo que no dejaba espacio a la duda.
—Con Lucía lo quiero todo. Una vida, una familia… No me importa si no pertenece a nuestra clase.
Lionel asintió, aunque un destello de sombra cruzó su mirada.
—Entonces ha llegado el momento de conocer a la mujer que quieres como esposa.
—No pienso lanzarla a esta jauría de lobos.
—Noah —su voz bajó casi a un ruego—, desde que posaste los ojos en ella ya la trajiste aquí. Solo pido a Dios que no seas tú el peor de los lobos.
La respiración de Noah se endureció, los nudillos blancos sobre la copa.
—No me conoces, papá. Amo a Lucía. Y si alguien osa tocarla… descubrirá que aún no saben de qué soy capaz.
Lionel no respondió. Solo lo observó en silencio, con el presentimiento de que ese amor, tan absoluto, sería también su perdición.
—Te conozco, hijo… más de lo que puedas imaginar —dijo Lionel, su voz baja pero firme—. Sé que dejé marcas en ti… heridas que ahora habitan tu alma y buscan cobrarme con la misma intensidad. Cuidado con esos deseos corrosivos que crees que te harán más fuerte; puedes terminar dañando a inocentes, como Lucía, y convirtiéndote en el reflejo que tanto odias.
El vaso en la mano de Noah tembló, no por miedo, sino por la furia contenida que lo obligaba a apretar los labios con fuerza.
—¡No tienes derecho a darme lecciones de moral! —sus palabras estallaron contra el silencio del estudio—. ¿Alguna vez te preguntaste qué hay detrás de la superficie? ¿Qué hace que alguien viva tan absorto en sí mismo que pierda todo contacto con la realidad? Juzgar a estas personas no es fácil. He visto gente buena, pero también hay momentos en los que pienso que la venganza divina existe… y llega sin avisar.
#3438 en Novela romántica
#872 en Novela contemporánea
sobrenatutal romance amor, #trianguloamoroso, #relaciones tóxicas
Editado: 23.09.2025