** Una tercera vez soñé. La mansión ya no existía, tampoco el balcón ni los ventanales de cristal. Solo había bosque. Oscuro, inmenso, vivo. El aire olía a hierro y a tierra húmeda.
El hombre del tatuaje estaba de pie a mi derecha. El lobo negro se erguía a mi izquierda. Y de mi dedo meñique, los hilos rojos seguían latiendo. Esta vez, sin embargo, no se extendían en direcciones opuestas. Se habían enredado, formando un solo nudo en el centro de mi pecho.
Ambos me miraban: el hombre con un silencio doliente, el lobo con una rabia que era también ternura. Y entendí. No eran dos destinos distintos: era un mismo destino con dos rostros, dos maneras de amar, dos formas de quemar mi vida.
El bosque se incendió. El fénix de la espalda del hombre abrió las alas y el lobo alzó la cabeza hacia la luna. El fuego y el aullido se unieron en un mismo grito. Yo estaba allí, atada a ambos, partida en dos y, sin embargo, completa.
Desperté con lágrimas en los ojos. Y una certeza: lo que soñaba no era advertencia ni metáfora. Era mi destino acercándose.**
†††
Las lágrimas resbalaban por mi piel, cálidas al principio, luego saladas al tocar mi lengua. Cerré los ojos y sentí cómo cada recuerdo de Gabriel se colaba en mi pecho, acelerando mis latidos hasta que el corazón parecía querer escapar. Mis manos temblaban, recordando la suavidad de sus labios, el calor de sus caricias, y un fuego lento recorría cada fibra de mi cuerpo.
“No puedo… pero lo quiero. No debo… pero lo necesito.”
Mis pensamientos se entrelazaban en contradicciones que me arrancaban suspiros, dejándome exhausta. Quería entregarme, pero el miedo me detenía, aferrándose a mí como un lazo invisible que no podía romper.
Me tiré en la cama, hundida en un mar de deseos prohibidos. Imaginaba su sonrisa, cómo sus manos recorrerían mi cuello y mis mejillas, cómo nuestros labios se encontrarían hasta consumirnos por completo. Cada suspiro me hacía estremecer, y el calor de mi cuerpo respondía incluso a lo que solo existía en mi imaginación.
El deseo se mezclaba con la culpa. Cada latido me recordaba que quería lo imposible: a Gabriel y a mí misma intacta, sin romperme en el intento. Cerré los ojos otra vez, respirando con dificultad, y en ese instante comprendí que nada sería igual. Quería hablar, confesar, pero el miedo me paralizaba. Y, aun así, sabía que mi corazón ya había decidido: me entregaría a lo que deseaba, aunque el mundo se viniera abajo.
Las comparaciones volvieron, inevitables. Mis pensamientos saltaban de Gabriel a Noah, y esos ojos verdes inescrutables reclamaban su trono con silenciosa insistencia.
Noah besaba diferente, con un hambre controlada que me desconcertaba. Recordé aquel día en su oficina, cuando le canté y su mirada pasó de fría a cálida. Había logrado quebrar su hielo. Mi mente revoloteaba: ¿Está deprimido? ¿Cansado? ¿Necesita algo de mí? Quería preguntarle, tocar su mundo sin invadirlo, pero el temor me paralizaba. Cada día juntos, entre conversaciones y silencios, mis nervios se aflojaban, y con ellos mi miedo a mostrar cuánto me importaba.
—¡Dónde quedaron esas sensaciones, Lucía Ruiz! —me reprendí, mientras un escalofrío recorrió mis brazos al recordar la caricia sutil de sus dedos, la manera en que levantaba mi barbilla para mirarme a los ojos, incluso delante de todos. Besaba con tanta ternura que casi me desmorono, consciente de que ningún instante podría ser más perfecto. Noah era amor; Gabriel, deseo.
La voz interior se filtró entre mis pensamientos, suave pero acusadora: “¿Y si te rompes intentando abarcarlo todo? ¿Y si tu corazón no es suficiente para ninguno?” No podía ignorarla. Gabriel se colaba en mi mente como un fuego inesperado, suave y abrasador a la vez, dejándome temblar. La intimidad de sentir su dolor era embriagadora, como la luna iluminando mi cuerpo, un vino dulce que ardía sobre la piel.
Aun así, la balanza seguía inclinándose hacia Noah, y eso me enfurecía y me aliviaba al mismo tiempo.
—Realmente no estás bien, Lucía… —susurré, como para convencerme—. Por el bien de todos, debo poner distancia.
Apagué el teléfono, intentando apagar también los remolinos en mi mente, pero antes de dormir, un último pensamiento me golpeó con suavidad y crueldad:
—¿Me recordarás como yo te recuerdo a ti?
Y en el silencio de la noche, la voz interior volvió, indecisa: “¿Quién eres tú, Lucía, y quién controlará tu corazón antes de que sea demasiado tarde?”
La voz de la conciencia susurraba insistente: “Habla con Noah. Dile lo que sientes. Déjalo entrar en tu mundo antes de que sea demasiado tarde”. Pero cada latido me recordaba mi cobardía; cada respiración era un grito de mi alma que me pedía enfrentar la verdad, y, aun así… cerré los ojos y decidí esperar, temerosa, de que el enfrentamiento con mis propios sentimientos me destrozara.
La noche me envolvió, y con él la certeza de que mis emociones seguían atrapadas entre el deseo y el miedo, incapaces de liberarse sin romperme.
Gabriel.
Ya dentro del laboratorio, Gabriel lo contempló con frialdad. La expresión de Lionel era un torbellino de dolor, ansiedad y esperanza contenida.
—No perdamos tiempo —dijo secamente.
—Hola, Gabriel —saludó Lionel con calma.
El joven apenas le sostuvo la mirada.
—¿Estás consciente de que esta prueba es una pérdida de tiempo? Yo sé que eres mi hijo, y en el fondo tú también lo sabes; conoces a tu madre.
—Creí conocerla… Por favor, no haga esto más difícil. Concluyamos lo que hemos venido a hacer.
Lionel asintió en silencio y lo guió al consultorio, donde los esperaba el especialista. El hombre, con bata blanca impecable, les sonrió profesionalmente mientras preparaba los hisopos.
—De cinco a siete días hábiles —explicó el hombre mientras tomaba las muestras de saliva con movimientos precisos, primero de Lionel y luego de Gabriel, no sin antes hacer gala del prestigio internacional del centro—. Somos especialistas en pruebas genéticas, contamos con diez años de experiencia y ofrecemos un 99.9 % de exactitud.
#3438 en Novela romántica
#872 en Novela contemporánea
sobrenatutal romance amor, #trianguloamoroso, #relaciones tóxicas
Editado: 23.09.2025