Ofelia reproducía una y otra vez en su mente el encuentro con aquella mujer que osaba proclamarse su rival. La rabia se le enroscaba en las sienes como un hierro candente. Sus uñas largas y esmaltadas tamborileaban con violencia sobre la mesa de cristal, dejando pequeños ecos de su furia.
—Firmaste tu sentencia el día que tuviste la osadía de lanzarme ese vaso de agua en la cara… —escupió con voz quebrada por la ira, alzando la barbilla con altivez—. Juro por el mismo demonio que vas a maldecir haber nacido.
El veneno de sus palabras no era simple retórica: ardía dentro de ella, exigiendo desbordarse. Lágrimas de cólera surcaban su rostro impecablemente maquillado mientras el recuerdo se repetía como una daga: Noah irrumpiendo en el restaurante, arrebatando a Alexander de su lado y propinándole una paliza en nombre de Lucía. Esa humillación le había abierto una herida brutal en el orgullo, un tajo directo a su vanidad y seguridad.
¿Y por ella? Noah jamás había tenido un arrebato de celos, jamás un gesto arrebatado. Al contrario: parecía cargar con su presencia como si fuese un peso. La comparación le quemaba los labios y la sofocaba hasta la náusea.
Con un movimiento brusco se levantó, los tacones repiqueteando contra el mármol de la sala, y caminó hasta su minibar. De allí sacó, con manos temblorosas pero firmes, botellas de ginebra, vodka, absenta, brandy y licor de mora. Los mezcló sin mirar medidas, a partes iguales, en una copa de cristal tallado. El cóctel era tan letal como su odio.
Bebió de un trago, dejando que el ardor le incendiara la garganta y la sangre. Luego subió el volumen de la música y, con una mezcla de rabia y desafío, comenzó a danzar con una sensualidad agresiva, como si su cuerpo reclamara la atención que se le negaba. Entre carcajadas ahogadas y un nuevo sorbo, agarró el teléfono y marcó a su investigador privado.
—No olvides que esto apenas empieza —le advirtió con una voz cortante antes de colgar.
El móvil voló con violencia sobre el sofá. Ofelia, con la copa aún en mano, se miró en el reflejo de un espejo cercano. Su maquillaje corrido, su mirada encendida y su sonrisa torcida eran un retrato de furia y riqueza maldita.
—Me odias, ¿verdad, Noah? —murmuró con un deje venenoso, acariciando el borde de la copa—. Pues yo haré de tu vida un baño público… un festín para mis demonios.
Y alzó la copa en un brindis solitario, como si jurara sobre su propio altar de venganza.
Lucia.
Durante todo el trayecto sentí su mirada devorarme, como si el vestido hubiese sido tejido solo para perderse en sus ojos. Noah, con una calma calculada, me sostuvo la mano y la llevó a sus labios en un gesto devoto que me hizo estremecer.
—Soy un hombre afortunado —murmuró con voz grave.
Me cautivaba con cada detalle. Había algo hipnótico en su masculinidad, en esa manera de adueñarse de mi espacio con naturalidad, que me hacía sentir suya… y, al mismo tiempo, prisionera de una contradicción que no me dejaba respirar. Porque mientras Noah me reclamaba como mujer, el recuerdo de Gabriel se colaba como un susurro ardiente en mi memoria. Eran gestos distintos, miradas distintas… pero ambos me encendían de formas opuestas.
Al llegar al restaurante, el lujo del lugar me envolvió: lámparas de cristal derramaban luces ámbares sobre las mesas, el murmullo de una melodía de piano se mezclaba con el perfume a vino tinto y carne asada. Noah me retiró la silla con caballerosidad, y por un instante sentí que estaba viviendo una escena de ensueño. Sin embargo, hasta en ese gesto elegante, pensé en Gabriel, en la brusquedad con la que me habría tomado por la cintura para hacerme sentar sin preguntar. Dos mundos me halaban en direcciones contrarias.
Nos ubicaron en un sofá frente a frente. Noah bebía su vino sin dejar de mirarme, y esa mirada me quemaba la piel. Sentí el impulso de rozarlo, de invadir su cercanía, pero mis manos temblaban sobre la mesa: ¿era él quien me incendiaba… o era el fantasma de Gabriel quien ardía bajo mi piel? Como si leyera mi mente, Noah me tomó la mano, la acarició con posesión y besó mis nudillos con una sonrisa intensa.
—Me vas a hacer sonrojar con esa manera de mirarme —confesé, tratando de esconder el temblor en mi voz.
—Es la consecuencia de que seas tan bella.
Pero en mi mente se cruzó el eco de Gabriel: sus palabras no eran halagos, eran sentencias; su mirada no era contemplativa, era una llamarada que me atravesaba sin permiso. Comprendí entonces que la belleza no era un espejo, sino un abismo, y yo estaba atrapada entre dos hombres que me miraban desde orillas opuestas.
Tomé mi copa y bebí un sorbo para disimular mi inquietud, pero Noah notó el cambio inmediato en mi expresión.
—¿Sucede algo? ¿Por qué dejaste de sonreír? —su tono fue tierno, aunque en sus ojos brillaba la sospecha.
Me armé de valor, aunque mis labios se retrajeron como si pronunciar la verdad me costara la vida.
—Disculpa, Noah…
—¿Por qué deberías disculparte?
—Por lo insegura que voy a sonar.
—No te detengas, ponme a prueba —insistió él, entrelazando sus dedos con los míos.
Suspiré.
—Cuando me dices que soy la mujer más hermosa que has visto en tu vida, no te lo puedo creer.
Él arqueó una ceja, sorprendido por mis palabras.
—No entiendo, explícate mejor, Lucía. ¿Por qué dudas de lo que siento?
—Porque Ofelia es supremamente más hermosa que yo.
El ceño de Noah se frunció y la sonrisa se borró de sus labios.
—¿Tenías que dañar el momento trayendo al pasado a esta mesa?
—Te advertí que no te iba a gustar mi comentario.
—No pensé que fuera de tan mal gusto. Una de las cosas que más odio son las comparaciones.
—¿Tienes una lista? —pregunté con ironía.
—Sí, Lucía. Y las comparaciones ocupan un lugar muy alto. No entiendo por qué debes mencionar a alguien que ya no pertenece a mi presente.
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Editado: 23.09.2025