Lo que se queda aunque uno se vaya
Ellie
A veces, cuando algo realmente te sacude por dentro, no lo entiendes en el momento.
Solo sabés que, al día siguiente, todo se siente distinto, aunque todo siga igual.
Eso fue lo que pasó conmigo después del café.
Dormí mal. No por pesadillas, sino por pensamientos con demasiadas esquinas.
Y al despertar, me quedé viendo el techo, sin moverme, preguntándome por qué algo tan breve podía haberme dejado tan... revuelta.
No es que él haya dicho algo impactante.
No es que me haya tocado la mano, ni que me haya susurrado promesas, ni que me haya mirado como en las películas.
Fue peor.
Fue real.
Y esa realidad me desestabiliza más que cualquier ficción.
Me levanté tarde, con el cuerpo pesado.
Desayuné poco.
Pan tostado, café tibio y una hoja arrancada del libro que me traje sin querer del café.
Una página marcada, doblada, que decía:
“Algunas personas llegan como viento, sin quedarse, pero te cambian de dirección.”
Lo leí tres veces.
Y no pude evitar pensar en él.
No sé si Bryce me vio como yo lo vi a él.
Pero sí sé que había algo en su forma de estar callado que hablaba más fuerte que muchas palabras.
Salí a caminar sin destino.
La ciudad no cambió.
Las personas seguían con sus vidas.
Pero yo… yo no era la misma.
Ni siquiera sé si era mejor o peor.
Solo diferente.
Pasé frente a una librería de segunda mano. Entré.
Los libros me han salvado muchas veces, y aunque no sabía de qué necesitaba salvarme hoy, confié en que algo allí me hablaría.
Encontré uno sin portada.
Solo decía Lo que nunca dije.
Y lo compré, aunque no sabía si era poesía, prosa o simplemente una lista de cosas olvidadas.
Volví a casa con el libro en las manos como quien vuelve con una carta sin remitente.
Más tarde, Lía me llamó.
Le respondí después de dejar que el celular sonara cuatro veces.
Me conoce. No insistió.
—¿Cómo estás?
—No sé.
—¿Lo viste, verdad?
—Sí.
—¿Y?
Guardé silencio.
Ella esperó.
—Fue como… como estar en un cuarto que no sabías que existía dentro tuyo, pero que al entrar, todo te parece familiar.
Ella hizo un sonido bajo, como un “ah”.
No uno de sorpresa, sino de comprensión.
—Entonces ya entendiste lo esencial.
—¿Qué cosa?
—Que no es un error sentir lo que sentís.
Que no estás loca, y que hay cosas que no necesitan explicación. Solo necesitan ser vividas.
Pasamos el resto de la llamada hablando de otras cosas.
Pero todo era después de eso.
Después de él.
Después de lo que no dije.
A la noche, volví a abrir el libro sin portada.
No era poesía.
Era una especie de diario viejo.
Y en la página 48, alguien había escrito:
“A veces, lo más valiente que podés hacer no es gritar que te gusta alguien… sino permitirte no huir cuando eso empieza a doler.”
Lo cerré de golpe.
Porque dolía.
No por él.
Por mí.
Porque nunca me dejé sentir así sin buscar el escape más cercano.
Entonces agarré mi cuaderno. Ese que Lía me regaló con la portada en blanco.
Y escribí una frase, sola, sin pensar:
“Si mañana lo vuelvo a ver…
no voy a huir.”
Cerré el cuaderno.
Me recosté en la cama.
Y por primera vez en días, no pensé en qué pasaría si esto no funcionaba.
Pensé en qué pasaría si sí.