Si esperabas aquí una historia de amor con finales épicos o de culpas compartidas con una lección bonita, te has equivocado de libro. Este relato no es un cuento de hadas; es el inventario de los escombros.
El momento en que todo se detiene no es un drama de película; es un ruido sordo y silencioso. Es el golpe de la realidad que te dice, sin palabras, que aquello que creías inamovible —tu rutina, tu futuro, tu identidad— acaba de colapsar. Después de años, de un sinfín de días compartidos, de promesas y de la lenta erosión de la costumbre, llega la única certeza que el corazón no quiere procesar: Todo cambió. Y va a cambiar mucho más.
Vivir una ruptura larga es como despertarse en un planeta que creías conocer, solo para descubrir que la gravedad, el aire y el sol funcionan de otra manera. Es el pánico de que las coordenadas de tu vida ya no existen. No entiendes. No puedes entender. ¿Cómo es posible que tu vida, meticulosamente tejida junto a otra persona, se deshilache de la noche a la mañana?
Esta es la confesión de ese shock y esa incredulidad. No se trata de un arrebato de tristeza profunda, sino de la incómoda realidad diaria de alguien que tiene que seguir funcionando. Tienes responsabilidades, un trabajo, quizás hijos, cuentas que pagar. Y por fuera, te obligas a poner una máscara de funcionalidad. Por dentro, eres un mapa revuelto de preguntas: ¿Qué salió mal? ¿De qué me perdí? El vacío es tan grande que sientes que te engulle, pero debes ponerte los zapatos, tomar café y actuar como si el mundo aún tuviera sentido.
Es el reconocimiento de que no estás bien, pero estás sobreviviendo. Es la voz que te dice que esa incomodidad, esa tristeza y esa falta de rumbo son válidas.
Hemos perdido nuestro sol, sí. Pero esta historia es sobre aprender a encender nuestra propia luz.