"No se necesita un destino glorioso para arrastrar a un hombre al infierno. Basta con condenarlo a vivir donde nadie lo recuerde."
Nunca pensé que la muerte tendría sabor a hierro. Fue lo último que sentí en mi mundo: el frío de la sangre inundándome la boca tras el estruendo metálico de un camión que no vi venir. Estaba cansado aquel día, como siempre, y aunque muchos me consideraban carismático por mi manera de hablar en clase, la verdad es que la mayoría de mi tiempo lo pasaba en silencio, analizando, midiendo a la gente, odiando en silencio las sonrisas falsas y los gestos huecos. Quizá por eso, cuando las ruedas trituraron mi cuerpo, lo único que pensé fue: al fin se acabó.
La oscuridad no me dio descanso. Ni un segundo. Lo siguiente que recuerdo fue el hedor. Un hedor tan insoportable que ni siquiera la sangre en mi lengua pudo compararse. Era el olor de la humedad mezclada con excremento, carne podrida y sudor humano reseco. Abrí los ojos, y la negrura de un túnel me devolvió la bienvenida más amarga.
El suelo bajo mí era de piedra irregular, resbaladiza por la humedad, cubierta de una baba viscosa que se pegaba a la piel. Intenté moverme, pero descubrí que llevaba grilletes oxidados en los tobillos y muñecas. El metal estaba corroído, mordido por los años, y aún así era pesado como si cargara con todo mi pasado a cuestas. No había cama, no había paja siquiera. Solo piedra, cadenas y el murmullo apagado de respiraciones en la penumbra.
Miré alrededor con los ojos aún enturbiados. Allí, arrinconados como ratas, había decenas de personas. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos en el mismo estado: huesudos, harapientos, la piel marcada por cicatrices y llagas infectadas. Algunos me observaban con una curiosidad apagada, otros ni se dignaban a alzar la vista. El túnel era tan bajo que, al intentar incorporarme, la cabeza me chocó con la roca. Sentí cómo pequeños fragmentos me caían sobre el cabello y la nuca.
Entonces escuché el sonido. Tac… tac… tac… Un bastón golpeando la piedra. Se acercaba desde el extremo del pasillo, y con él, la única luz: una antorcha grasienta que escupía humo negro. La portaba una anciana encorvada, el rostro cubierto de arrugas profundas, con ojos blancos, apagados. No era ciega, pero su mirada no reflejaba nada humano. Sus manos temblorosas sostenían el bastón y, con él, se acercaba a los recién llegados como yo.
Me miró de arriba abajo y su boca se torció en una sonrisa torcida, llena de encías sangrantes.
—Otro perro para la tierra —susurró, con una voz que crujía como ramas secas.
La vi apartarse y, detrás de ella, llegaron los guardias. Hombres enormes, cubiertos de cuero endurecido y cascos que ocultaban sus rostros. Llevaban látigos de hierro en una mano y garfios en la otra. La antorcha iluminó mejor el túnel y entonces lo vi: una galería interminable, un hormiguero de esclavos que excavaban con herramientas oxidadas, removiendo la tierra, buscando algo que no entendía. El aire estaba cargado de polvo, de ceniza, de un calor sofocante que hacía imposible respirar sin que la garganta ardiera.
Me arrastraron hasta el grupo, sin explicación, y un látigo cayó sobre mi espalda. El cuero rajó la tela de mi ropa y sentí la carne arder. Me empujaron una pala tosca y oxidada. La sostuve con las manos aún entumecidas, y lo entendí: no había preguntas, no había respuestas. Solo obediencia o dolor.
El trabajo comenzó. Cavábamos, removíamos piedras, y cada tanto, uno de los esclavos caía fulminado. Nadie se detenía. Los cadáveres quedaban tirados en la zanja hasta que los guardias arrastraban el cuerpo hacia un túnel lateral. Nunca regresaban. Pero lo más atroz no era el trabajo ni la miseria. Lo más atroz eran los sonidos.
Desde los pasillos más profundos, más allá de la vista, resonaban rugidos. No eran humanos. No eran animales que yo hubiera conocido en la Tierra. Eran gritos graves, guturales, mezclados con chillidos que hacían vibrar las piedras. Y cada tanto, un estrépito de huesos triturados. Comprendí, con el tiempo, que esos túneles laterales eran los comederos. Las bestias se alimentaban de los cadáveres de los esclavos muertos.
Durante horas trabajé sin pausa, las manos llenas de ampollas sangrantes. No hablaba. No pedía ayuda. Observaba. Siempre observaba. El suelo, los rostros, las cadenas, la dirección del aire. La anciana se movía entre nosotros murmurando plegarias incomprensibles, como si fueran oraciones a un dios de las entrañas. Y entonces ocurrió.
Mientras me agachaba a recoger una piedra suelta, mis dedos tocaron algo extraño. Una grieta oscura en la roca. Un hilo de negrura líquida que se filtraba como sangre coagulada. Nadie parecía notarlo, pero cuando mis manos se mancharon con aquello, sentí un ardor insoportable. Como si la sustancia quisiera arrastrarse por mis venas, devorarme desde adentro. Me mordí los labios para no gritar, y la piedra que sostenía en mi mano… se quebró en mil pedazos como si fuera de vidrio.
Me quedé paralizado. Nadie lo notó, salvo yo. Aquella sustancia oscura había respondido a mí. Un poder inútil, caótico, que no controlaba. Lo solté, limpiando mis manos contra la túnica raída. El líquido desapareció en mi piel como si siempre hubiera estado dentro de mí.
El resto de la jornada fue un tormento. Cada látigo sobre mi espalda me recordaba que no era nadie aquí. Pero, al mismo tiempo, la grieta en la piedra seguía ardiendo dentro de mí, como si me susurrara un secreto. Algo estaba podrido en mi cuerpo, y no era humano.
Cuando finalmente nos arrastraron de vuelta a las celdas, me dejé caer sobre la piedra fría. Los demás se dormían de puro agotamiento, pero yo permanecí despierto. Observaba mis manos, aún manchadas en la sombra que nadie más parecía ver.
Allí, en la penumbra, comprendí que mi llegada no había sido un error ni un castigo divino. Era una condena, sí, pero también una oportunidad.
El mundo que me había recibido con cadenas pronto aprendería algo. Yo no era un héroe, ni un salvador. Yo era Yatrkia. Y algún día, todos estos túneles se llenarían con la sangre de quienes me miraban como un perro.
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Editado: 29.08.2025