El papelito arrugado en mi mano parecía pesar una tonelada. ¿Amaia Villalba me había dado su número? ¿La misma Amaia que podía tener a cualquier chico del instituto con solo chasquear los dedos? No tenía sentido. Me quedé allí de pie, en el pasillo vacío, sintiendo que el mundo se había puesto patas arriba.
Mi primer instinto fue guardarlo y olvidarme. Era una broma, seguro. O quizás era el número de una pizzería. Pero luego recordé la seriedad en sus ojos cuando me dijo que cuidara mis secretos. Esa mirada no parecía de burla.
Toda la noche estuve dándole vueltas. Dibujé de forma automática, mis líneas eran torpes. Leo me envió un mensaje preguntándome si al final Hugo me había roto algo, pero ni siquiera le conté lo de Amaia. ¿Cómo iba a hacerlo? "Oye, Leo, la chica más guay del insti me rescató y me pasó su número". Sonaba a fantasía de un friki.
Al día siguiente, en el instituto, la evité por completo. Cada vez que su figura aparecía en mi campo de visión, yo giraba y tomaba otro camino. Me sentía como un espía en misión de no ser visto. Durante la clase de matemáticas, sentí su mirada en la nuca, una sensación cálida y intensa que me hacía sudar. No me atreví a volverme.
Fue en el patio, durante el recreo, cuando no pude escapar más. Estaba escondido en mi rincón habitual, cerca de la antigua pista de baloncesto, con mi cuaderno. De pronto, una sombra se cernió sobre mí.
—¿Vas a ignorarme para siempre, o piensas escribirme algún día?
Alcé la vista y allí estaba ella. El sol creaba un halo alrededor de su pelo oscuro. Llevaba una sonrisa pequeña y juguetona, pero sus ojos eran serios.
—Yo… eh… pensé que era una broma —logré balbucear, sintiendo cómo el calor subía a mis mejillas.
—No bromeo con cosas importantes —dijo, y su sonrisa se desvaneció—. Y menos con números de teléfono. ¿Te importa si me siento?
Antes de que pudiera responder, se sentó en el banco a mi lado, demasiado cerca. Su perfume, algo fresco como menta y limón, invadió mis sentidos.
—Mira, Yisus —comenzó, mirando sus manos—. Sé que esto es raro. Pero necesito un favor. Un favor… bastante grande.
Me quedé mudo. ¿Un favor? ¿Qué podría necesitar ella de mí? ¿Que le dibujara un retrato?
—¿Qué clase de favor? —pregunté, con la voz un poco ronca.
Ella respiró hondo, como si se estuviera armando de valor.
—Necesito que finjamos que somos novios.
El mundo se detuvo. El ruido del patio, los gritos, las risas… todo se apagó. Solo existían sus palabras, absurdas, imposibles, flotando entre nosotros.
—¿Estás… bromeando? —fue lo único que se me ocurrió decir, después de unos segundos que parecieron horas.
—Te dije que no —respondió, mirándome fijamente—. Lo digo en serio.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué yo? —pregunté, completamente perdido—. Podrías tener a cualquier otro. A Hugo, por ejemplo. Le encantaría.
Una mueca de disgusto apareció en su rostro al mencionar a Hugo.
—Ese es justo el problema. No quiero a cualquier otro. No quiero a alguien que crea que esto es real y se me eche encima. Necesito a alguien que entienda que es un pacto. Un trato.
—Un trato —repetí, como un eco estúpido.
—Sí. Un trato —afirmó—. Tú me ayudas con esto, y yo te garantizo que Hugo dejará de molestarte para siempre. Te haré invisible para él. Podrás caminar por los pasillos en paz.
Sus palabras resonaron en mi interior. Caminar en paz. Sin empujones. Sin miradas de desprecio. Sin el constante nudo de ansiedad en el estómago cada vez que lo veía. Era tentador. Demasiado tentador.
—¿Y por qué necesitas fingir eso? —insistí, tratando de encontrarle sentido—. ¿Para impresionar a alguien? ¿Para darle celos a un ex?
Ella desvió la mirada, por primera vez desde que empezó a hablar. Un velo de misterio cubrió sus ojos.
—Eso… es cosa mía. Por ahora. ¿Aceptas o no?
Mi mente era un torbellino. Por un lado, la promesa de liberación. Por el otro, meterme en una mentira gigantesca con la persona menos esperada. ¿Qué diría Leo? ¿Qué diría todo el mundo?
—No soy un buen actor —admití, que era la verdad más grande que había dicho en mi vida—. Nadie se lo va a creer.
Ella sonrió, una sonrisa de esas que iluminan su rostro y que hasta entonces solo había visto dirigir a otros.
—Déjame a mí preocuparme de eso. Tú solo sígueme el juego. ¿Qué dices?
Antes de que pudiera responder, la voz de Hugo cortó el aire como un cuchillo.
—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? ¿El artista y la princesa? Esto sí que es una pareja peculiar.
Amaia se puso tensa a mi lado. Yo apreté el puño alrededor del papel con su número. La decisión ya no era solo mía. El mundo real, en forma de mi mayor problema, acababa de interrumpir nuestra burbuja. Y ahora, tenía que elegir. ¿Seguir siendo el blanco de Hugo, o lanzarme al abismo con Amaia?