Yisus: Bajo La Misma Estrella Falsa.

Capítulo 4: La Primera Cita Falsa.

Mi armario era un desastre. Un mar de sudaderas grises, negras y azul oscuro. ¿"Ponete algo que no sea una sudadera con capucha"? El mensaje de Amaia había sido claro, y por primera vez en mi vida, maldije mi falta de estilo. Al final, opté por una camisa a cuadrados rojos y negros sobre una remera negra lisa, y un jean que no tenía agujeros. Me miré en el espejo. Parecía yo mismo, pero en versión formal incómoda.

El camino hacia el instituto esa tarde fue una tortura. Cada paso me hacía cuestionar mi decisión. ¿Qué íbamos a hacer? ¿De qué íbamos a hablar? ¿Y si alguien nos veía y yo hacía el ridículo total?

Amaia ya estaba allí, apoyada contra el muro de la entrada principal. Llevaba un vestido corto verde esmeralda y una chaqueta de mezclilla que parecía casual pero estaba perfectamente combinada. Parecía sacada de una revista. Me vio llegar y una sonrisa pequeña, casi imperceptible, jugueteó en sus labios.

—Bien —dijo, mirándome de arriba abajo—. Sobreviviste al código de vestimenta.

—Eres muy graciosa —murmuré, sintiéndome como un pato torpe al lado de un cisne.

—Tranquilo —susurró, acercándose—. Solo respira. El plan es simple: vamos a tomar un helado a la heladería del centro. Nos sentamos afuera. Sonreímos. La gente pasa. Las noticias vuelan. Misión cumplida.

—Suena como una misión de espionaje —dije, y ella rio. Era una risa genuina, melodiosa, que me tomó por sorpresa.

—Más o menos. Vamos.

Caminar a su lado por la calle principal fue una de las experiencias más surrealistas de mi vida. Sentía las miradas de la gente. Algunos de curiosidad, otros de reconocimiento hacia ella, unos pocos de absoluta confusión al verme a mí a su lado. Amaia, por su parte, actuaba con una naturalidad pasmosa. Caminaba relajada, a veces su brazo rozaba el mío, enviándome descargas de adrenalina cada vez.

Llegamos a la heladería. Ella pidió un cono de frutos del bosque. Yo, chocolate, por no complicarme.

—Seguro —dijo el empleado—. ¿Uno solo? —preguntó, mirándonos.

—No —respondió Amaia con dulzura, antes de que yo pudiera decir algo—. Dos. Por separado. A él le encanta el chocolate, a mí los frutos rojos. ¿Verdad, cariño?

El empleado asintió, sonrojado, y se fue a prepararlos. Yo me quedé mirándola, impresionado por su capacidad para mentir con tanta fluidez.

—¿Ves? —me dijo en voz baja—. Pequeños detalles. Hacen que suene creíble.

Nos sentamos en una pequeña mesa metálica en la vereda. El silencio incómodo cayó sobre nosotros como una losa. Yo miraba mi helado como si contuviera las respuestas del universo.

—Entonces… —empecé, desesperado por romper el hielo—. ¿Por qué arte?

Ella parpadeó, sorprendida por la pregunta. —¿Disculpa? —En el pasillo.Dijiste que era más interesante que Hugo. Asumí que era porque dibujo. ¿O fue solo algo que dijiste?

Ella miró su helado, jugueteando con la cuchara. —Fue algo que dije…pero también era verdad. He visto tus dibujos, Yisus.

Yo me quedé helado. —¿Cómo?

—El día que te rescaté de Hugo. Tu cuaderno se abrió cuando cayó. Solo vi uno. Era… increíble. Lleno de emoción. De algo real. No como la farsa de todo lo demás en este lugar.

No supe qué decir. Mi arte era mi refugio privado, y de repente, ella lo había visto y lo entendía de una manera que nadie más lo había hecho.

—Gracias —logré balbucear.

—¿Por qué te escondes? —preguntó de pronto, mirándome fijamente—. Si tienes ese talento.

—No me escondo —me defendí, sintiéndome expuesto—. Solo… no me gusta ser el centro de atención.

—Bueno —dijo, dando una última cucharada a su helado—. Pues prepárate. Porque a partir de ahora, lo serás.

En ese preciso momento, un grupo de chicas de nuestro instituto pasó por la vereda. Sus miradas se clavaron en nosotros como láseres. Susurraron entre ellas. Una de ellas incluso sacó su teléfono, disimuladamente.

Amaia no se inmutó. Al contrario. Se inclinó hacia adelante a través de la mesa, como si fuera a contarme un secreto.

—No les mires —susurró, con una sonrisa que parecía íntima y personal—. Mírame a mí.

Y yo lo hice. Me perdí en sus ojos, en su sonrisa, fingida para ellas pero terriblemente real para mí en ese momento. El mundo a nuestro alrededor se desdibujó. El murmullo de la calle, las risas de las chicas, todo desapareció. Solo existíamos nosotros dos en esa pequeña mesa.

—Ahora —dijo ella, su voz tan baja que casi era un susurro—. Sonríe como si yo acabara de decirte la cosa más increíble del mundo.

Y, como un idiota, lo hice. Sonreí. Y no fue forzado.

Las chicas siguieron su camino, cotilleando excitadas. La misión había sido un éxito. La noticia se extendería como la pólvora.

Amaia se recostó en su silla, satisfecha. —Perfecto.Lo estás haciendo genial.

Pero algo había cambiado. La línea entre lo falso y lo real se había vuelto peligrosamente delgada. Por un momento, bajo el sol de la tarde, comiendo helado, había sido real.

Pagó los helados antes de que yo pudiera reaccionar ("Es parte del show", dijo) y comenzamos a caminar de vuelta.

—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiendo que la tarde se escapaba.

—Ahora —dijo, deteniéndose frente a la esquina donde debíamos separarnos—. Nos despedimos. Aquí.

Miré alrededor. Estábamos solos. —¿Aquí?Pero si no hay nadie mirando.

—Precisamente por eso —respondió, y su sonrisa juguetona había vuelto—. La despedida es la parte más importante. Tiene que verse… creíble. Para cuando la hagamos delante de gente.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza otra vez. —¿Qué quieres decir?

En vez de responder, ella se acercó. Demasiado. Levantó una mano y me arregló el cuello de la camisa, con una intimidad que me dejó sin aire. Sus dedos rozaron mi piel y contuve la respiración.

—Tranquilo —murmuró, mirando su trabajo—. Solo estoy… practicando.

Alcé la vista para encontrarme con la suya. Estábamos tan cerca que podía contar sus pestañas. Podía sentir su perfume, ese olor a menta y limón que empezaba a volverse adictivo.



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En el texto hay: amor, drama.

Editado: 27.08.2025

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