El mensaje de Leo era solo el principio. Esa noche, mi teléfono no dejó de vibrar. Notificaciones de Instagram, mensajes de WhatsApp de gente con la que ni siquiera hablaba, solicitudes de amistad de desconocidos. Una foto granulada de Amaia y yo en la heladería, riendo (o en mi caso, sonriendo como un tonto), ya circulaba por todas partes. Me sentí como un animal de zoo, observado por todos desde una jaula que yo mismo había aceptado habitar.
A la mañana siguiente, vestirme fue una agonía. Ya no podía esconderme en mi sudadera. Todo el mundo me había visto. Me puse la misma camisa del día anterior, sintiendo una punzada de ansiedad. ¿Qué pasaría cuando llegara al instituto? ¿Me señalarían? ¿Se reirían?
Al cruzar las puertas, la primera oleada de murmullos me golpeó como una bofetada. Sentí decenas de pares de ojos sobre mí. Algunos chicos me saludaron con la cabeza, con una nueva curiosidad. Algunas chicas me sonrieron. Era desconcertante.
—¡Yisus! —La voz de Leo retumbó en el pasillo. Apareció a mi lado, con los ojos como platos—. ¡Explicate! ¿Desde cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué no me dijiste nada?
—Es… complicado —murmuré, arrastrándolo hacia un rincón—. No es lo que parece.
—¡Claro que no lo parece! ¡Parece que Amaia Villalba te está comiendo la boca en público!
—¡Fue un helado, Leo! —susurré, exasperado—. Solo un helado.
—Para ellos —dijo, señalando con la cabeza a la multitud—. fue el evento principal de la temporada. Hugo está que echa humo. Dicen que rompió la mochila a puñetazos cuando vio la foto.
Esa noticia debería haberme alegrado, pero solo me heló la sangre. Había humillado a Hugo en público, y él no era del tipo que perdonaba.
—Yisus.
La voz era suave, pero cortó a través del bullicio del pasillo como un cuchillo. Todo el mundo se calló al instante.
Amaia estaba allí. Impecable, con un jersey beige y una falda, sonriendo como si fuera la chica más feliz del mundo. Caminó directamente hacia mí, ignorando por completo a Leo y a todos los demás. Su mirada estaba fija en la mía, brillante y llena de una complicidad que solo nosotros dos entendíamos.
Cuando te vea, voy a venir hacia ti y te voy a dar un beso en la mejilla.
Sus palabras de ayer resonaron en mi cabeza. Mi cuerpo se puso tenso. ¿Lo haría? ¿Aquí, delante de todo el mundo?
Se detuvo frente a mí. La multitud contuvo la respiración.
—Hola, cariño —dijo, con una voz dulce y melodiosa que no le había oído usar antes.
—H-Hola —logré tartamudear.
Ella no vaciló. Se levantó de puntillas, colocó una mano suavemente en mi hombro para estabilizarse y se inclinó. Sus labios se posaron en mi mejilla. Fue rápido, un contacto suave y seco, pero sentí como si me hubiera tocado con un hierro candente. Un perfume embriagador de vainilla y jazmín me envolvió por un instante. Cada músculo de mi cuerpo se congeló. El mundo entero se redujo a ese único punto de contacto, a la suavidad de sus labios, al calor de su mano en mi hombro.
—No te tenses —susurró contra mi piel, tan bajo que solo yo podía oírlo.
Luego, se bajó y me sonrió, como si acabara de pasar lo más natural del mundo. Mis mejillas ardían. Mi corazón latía tan fuerte que estaba seguro de que todos podían oírlo.
—Te extrañé anoche —dijo en voz alta, para su audiencia.
—Yo… yo también —mentí, forzando una sonrisa que debía parecer demencial.
Ella deslizó su brazo bajo el mío y se aferró a mí. —¿Me acompañas a clase?
Solo pude asentir, completamente hechizado y aterrorizado a partes iguales. Caminamos por el pasillo, con el brazo de Amaia enlazado al mío. Los murmullos estallaron a nuestra espalda, pero esta vez sonaban diferentes. No eran de burla, sino de asombro, de incredulidad, de… aceptación.
La noticia estaba oficialmente confirmada. Yisus, el chico invisible, y Amaia Villalba, la reina del instituto, eran una pareja.
Las clases fueron una tortura interminable. No podía concentrarme en nada. Solo sentía el fantasma de sus labios en mi mejilla, una y otra vez. Cada vez que la veía entre clases, me sonreía, y yo sentía un vuelco en el estómago.
A la hora del almuerzo, el verdadero desafío comenzó. Amaia me tomó de la mano —¡otra vez esa descarga eléctrica!— y me llevó directamente a su mesa. La mesa de los populares. Valeria, su mejor amiga, nos observaba con una ceja arqueada y una expresión impenetrable. Otros dos chicos, del equipo de natación, me evaluaron de arriba abajo.
—Chicos, este es Yisus —anunció Amaia, como si presentara a un invitado de honor—. Ya saben, mi novio.
El silencio fue incómodo.
—Sí, lo hemos oído —dijo Valeria, secamente—. En todas partes.
—Encantado —mintió uno de los chicos, con una sonrisa falsa.
Me senté, sintiéndome como un pingüino en el desierto. No sabía de qué hablaban. De fiestas a las que nunca fui invitado, de viajes, de gente que no conocía. Me quedé callado, jugando con mi sandwich.
Fue Valeria quien, a mitad de la comida, lanzó la bomba.
—Es curioso —dijo, clavando sus ojos oscuros en mí—. Nunca te había visto por aquí, Yisus. Ni en las fiestas, ni en el centro comercial… es como si hubieras aparecido de la nada. ¿Dónde te escondías?
La pregunta sonó inocente, pero había un filo en su voz. Una sospecha. Amaia se tensó a mi lado.
—Yisus no se esconde —intervino Amaia, con una voz un poco demasiado aguda—. Simplemente es… selectivo.
—¿Selectivo? —Valeria no apartó la mirada de mí—. O tímido. Es difícil de creer que alguien tan tímido se lance de repente a salir con la chica más popular del insti.
El aire se espesó. Ella lo sabía. O al menos, lo sospechaba.
—A veces —dije, encontrando una voz que no reconocía como mía—. la gente encuentra valor donde menos espera.
Amaia me lanzó una mirada de sorpresa y… ¿gratitud? Valeria se reclinó en su silla, con una sonrisa fría.
—Claro. El valor. O una buena razón —dijo, antes de cambiar de tema abruptamente.