La mansión de Adrián no era una casa; era un castillo moderno de cristal y acero, encaramado en una colina con vistas a la ciudad. La música techno retumbaba tan fuerte que sentía las vibraciones en el pecho incluso antes de que el Uber se detuviera en la impresionante entrada. Coches deportivos de lujo estaban aparcados de cualquier manera en el césped perfectamente recortado. Era el tipo de fiesta de la que solo había oído hablar en las películas.
—Dios mío —murmuré, sintiéndome absurdamente fuera de lugar en mi camisa planchada y mis zapatos limpios.
—Respira —dijo Amaia a mi lado. Iba vestida con un elegante vestido negro corto que brillaba bajo la luz de la luna. Su brazo estaba enlazado al mío con una firmeza que delataba su propia tensión—. Recuerda el plan. No nos separamos. Sonreímos. Y no bebemos nada.
El mensaje de "V" —que ambos habíamos decidido que probablemente era Valeria— resonaba en mi mente. No bebas nada que no hayas visto abrir.
—¿Crees que de verdad intentaría algo? —pregunté, mientras nos acercábamos a la puerta abierta de par en par, por donde salía un torrente de luces estroboscópicas y cuerpos sudorosos.
—Con Adrián —respondió ella, con voz sombría—, siempre hay que esperar lo peor.
Cruzar el umbral fue como entrar en otra dimensión. El aire era pesado por el calor de los cuerpos y el olor a alcohol caro y perfume. La gente bailaba, reía, gritaba para hacerse oír sobre la música. Me sentí instantáneamente invisible otra vez, pero Amaia me apretó el brazo, recordándome mi papel.
—¡Amaia! ¡Has venido! —Una chica con un vestido plateado que parecía pintado se abalanzó sobre ella para darle dos besos en el aire—. ¡Y traes a tu misterioso novio! ¡Hola, misterioso! ¡Todos están hablando de ti!
Amaia forcejeó una sonrisa. —Hola,Cris. Este es Yisus.
—¡Encantada! —gritó la chica, y luego desapareció en la multitud, probablemente a esparcir la noticia de nuestra llegada.
Caminamos hacia la barra improvisada, una enorme mesa llena de botellas y hielo. Amaia pidió dos botellas de agua selladas. Ni siquiera miró los vasos. Me pasó una.
—Mantenla siempre en la mano —ordenó en un susurro que solo yo pude oír.
Asentí, aferrándome a la botella de plástico como a un salvavidas.
Fue entonces cuando lo vimos. Adrián.
Estaba al otro lado de la habitación, apoyado contra una pared de cristal que daba a una piscina infinito iluminada. Alto, pelo oscuro peinado con un cuidado impecable, con un traje caro que le sentaba demasiado bien para una fiesta de instituto. No bebía. No bailaba. Solo observaba. Sus ojos, oscuros y penetrantes, ya estaban clavados en nosotros. Una sonrisa fría y calculadora jugueteaba en sus labios.
—Ahí está —susurró Amaia, y su mano en mi brazo se crispó ligeramente.
—Lo veo —dije, tratando de proyectar una calma que estaba muy lejos de sentir.
Adrián se separó de la pared y comenzó a abrirse camino hacia nosotros. La multitud pareció abrírsele a su paso de forma instintiva. No empujó, no pidió paso. Simplemente, la gente se movía. Llegó hasta nosotros y se detuvo. Su perfume, amaderado y caro, invadió el espacio entre nosotros.
—Amaia —dijo, y su voz era sorprendentemente suave, casi un arrullo—. Me alegra que hayas venido. Te echaba de menos.
—Adrián —respondió ella, con una frialdad que podría haber congelado el sol—. Esto es Yisus.
Los ojos de Adrián se deslizaron hacia mí. Me evaluó de arriba abajo, lentamente, sin ningún disimulo. No había ira en su mirada. Solo una curiosidad despectiva, como si examinara un insecto particularmente interesante.
—El artista —dijo, como si recordara un dato trivial—. He oído cosas sobre ti.
—¿Todas buenas, espero? —logré decir, con una voz que no tembló tanto como yo esperaba.
Él sonrió, una expresión que no llegó a sus ojos. —Depende de a quién le preguntes.—Su mirada volvió a Amaia—. ¿Qué tal está todo en casa, preciosa? ¿Tu padre sigue… de viaje?
La pregunta sonó inocente, pero vi cómo Amaia se ponía rígida. Era una puñalada disfrazada de conversación casual.
—Todo está perfecto —mintió ella, con los dientes apretados.
—Me alegro —dijo él, con una dulzura falsa—. Bueno, no os entretengo más. Divertíos. —Su mirada se posó en la botella de agua en mi mano—. ¿Solo agua? Qué aburrido. Deberíais probar el cóctel de la casa. Especialidad mía.
—El agua está bien —dijo Amaia con firmeza.
—Como quieras —se encogió de hombros—. La oferta sigue en pie. —Y con eso, se dio la vuelta y se perdió entre la multitud, dejando a su paso una estela de incomodidad y amenaza.
Amaia exhaló un largo suspiro tembloroso. —Dios,lo odio. Cada palabra es un juego para él.
—¿Lo de tu padre? —pregunté en voz baja.
—Es su forma de recordarme que sabe cosas —murmuró, bebiendo un trago largo de agua—. Que tiene poder.
Decidimos alejarnos de la barra y encontrar un rincón un poco más tranquilo. Nos sentamos en un sofá low profile junto a la pared de cristal, observando la fiesta desde la relativa seguridad de la periferia. Amaia no soltó mi brazo en ningún momento.
Pasó una hora. La música seguía atronadora, la fiesta seguía su curso. Empezaba a creer que quizás lo peor había pasado, que la advertencia de Valeria había sido exagerada, cuando una voz a mi espalda me hizo saltar.
—¿Yisus, verdad? —Era uno de los amigos de Adrián, un tipo musculado con una sonrisa desganada—. El jefe quiere verte. Dice que tiene algo que enseñarte. Algo que te interesaría.
—¿A mí solo? —pregunté, sintiendo que todas mis alarmas internas se disparaban a la vez.
—Solo será un minuto —insistió el tipo, señalando con la cabeza hacia una puerta al fondo del salón—. No muerde.
Amaia me apretó el brazo con fuerza. —Donde va él,voy yo —dijo, con voz firme.
El tipo puso una cara de fingida contrariedad. —Lo siento,Amaia. Ordenes específicas. Cosas de chicos, ya sabes.