El silencio fue absoluto, roto solo por el eco de la voz de Hugo y el zumbido de mis propios oídos. Todos los ojos en la habitación se clavaron en esa pantalla de teléfono, brillando como un faro de miseria. La imagen era borrosa, tomada desde lejos, pero inconfundible: Amaia, con el rostro desencajado por el llanto, apoyada contra un coche en una calle que no reconocía. Era una instantánea de un dolor íntimo y brutal, violado y expuesto para el morbo de todos.
Un grito ahogado escapó de los labios de Amaia. Se llevó las manos a la cara, como si pudiera borrar la imagen o esconderse de las miradas que la devoraban. Vi cómo su cuerpo entero temblaba. Valeria intentó taparla con su cuerpo, lanzando miradas asesinas a la multitud.
—¿De qué se trata? —preguntó alguien en la multitud, con voz ebria y curiosidad malsana. —¡Es Amaia!—gritó otro—. ¡Está llorando!
El murmullo comenzó, bajo al principio, luego creciendo en volumen, un enjambre de voces excitadas y crueles. La reina había caído, y a su corte le encantaba el espectáculo.
La rabia me hirvió en la sangre, quemando la confusión y las dudas que Adrián había sembrado en mí. No importaba de qué estaba hecha nuestra relación, si era real o falsa. En ese momento, ella estaba siendo destrozada en público, y yo estaba allí para verlo.
Sin pensarlo, me abrí paso a empujones entre la gente. Ya no me importaba parecer fuerte o débil. Iba directo hacia ella.
—¡Déjenla en paz! —grité, con una voz que no reconocí, llena de una furia que no sabía que tenía.
La gente se apartó, sorprendida por mi estallido. Llegué hasta el sofá y me puse frente a Amaia, protegiéndola de las miradas con mi cuerpo. Me agaché frente a ella. Sus ojos, llenos de lágrimas y un pánico absoluto, se encontraron con los míos.
—Vámonos de aquí —le dije, en un tono bajo pero firme—. Ahora.
Ella asintió, incapaz de hablar. Tomé su mano, helada y temblorosa, y la ayudé a levantarse. Valeria, por una vez, no puso objeción. Solo asintió con gravedad.
—Yo me ocupo de esto —murmuró, refiriéndose a la multitud—. Llévala a casa.
Comenzamos a caminar hacia la salida, con Amaia agarrándose de mi brazo como si fuera un salvavidas. La multitud se abrió para dejarnos pasar, algunos con vergüenza, otros aún con curiosidad morbosa. Sentí miradas de lástima, de desprecio, de diversión. Pero sobre todo, sentí la mirada de Adrián. La busqué y la encontré. Estaba de pie en la misma posición que antes, apoyado contra la barra. No sonreía. No parecía triunfal. Solo observaba, con una expresión fría y analítica, como un científico observando el resultado de un experimento. Le había mostrado la foto a mí, pero se la había enviado a otro para que la filtrara. Había destruido a Amaia sin mancharse las manos directamente.
El aire frío de la noche nos golpeó al salir, un contraste brutal con el calor sofocante de la mansión. Amaia jadeó, como si pudiera respirar por primera vez en horas.
—El auto… —murmuró, temblando de frío y de shock. —¿Dónde está? —No…no sé. No recuerdo.
No había tiempo para buscar un Uber. La llevé a un rincón oscuro del jardín, lejos de las ventanas iluminadas, y me quité mi chaqueta para ponérsela sobre los hombros. Ella se envolvió en ella, hundiendo la cara en la tela.
—Lo siento —lloriqueó, con la voz rota—. Lo siento, lo siento, lo siento… Te dije que era un desastre. Que te arrastraría conmigo.
—Calla —dije, con suavidad pero firmeza—. No es tu culpa. Esto es obra de Adrián. Él hizo esto.
—¿Cómo… cómo consiguió esa foto? —preguntó, alzando hacia mí un rostro bañado en lágrimas—. Era del día… del día que el abogado de mis padres me dijo que podían ir… que podían ir a prisión. —La palabra cayó entre nosotros, pesada y horrible—. Estaba sola. No se lo había contado a nadie. ¿Cómo estaba allí? ¿Cómo me siguió?
—Porque es un obsesivo —dije, apretando los puños—. Y porque quiere controlarte. Quiere que sepas que no tienes privacidad, que no tienes escape.
Ella seguía temblando. El llanto la sacudía por completo. Sin pensar, la envolví en mis brazos. Ella se dejó hacer, enterrando su cara en mi pecho y aferrándose a mi camisa. La sentía pequeña y frágil, una muñeca de porcelana a punto de hacerse añicos. La había visto fuerte, segura, vulnerable… pero nunca así. Destruida.
—Todo el mundo lo ha visto —sollozó—. Todo el mundo sabe ahora que mi familia es un fraude. Que no somos perfectos. Que somos… esto.
—¿Y qué? —dije, acariciando su espalda con una torpeza que esperaba fuera tranquilizadora—. ¿Crees que a alguien le importa de verdad? La mayoría solo busca chismes para hacerse interesantes. Mañana tendrán otra cosa de qué hablar.
—Pero yo… yo ya no… —No pudo terminar la frase.
—Tú sigues siendo tú —afirmé, con una convicción que me sorprendió—. Amaia Villalba. La chica que enfrenta a los matones en los pasillos. La que come helado de frutos rojos. La que tiene un gusto terrible para las películas de terror. Eso no lo cambia una foto.
Ella se calmó un poco, aunque los sollozos aún la sacudían de vez en cuando. Seguía abrazada a mí, y yo ya no sabía si lo hacía por consuelo o porque yo era lo único que le quedaba para agarrarse.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, con voz débil.
—Lo que dijimos —respondí—. Nos mantenemos unidos. Si nos separamos ahora, le damos la razón a Adrián. Le demostramos que su juego funciona.
—Pero… ¿cómo voy a enfrentarme a todos mañana en el instituto? —preguntó, con pánico—. ¿Cómo voy a soportar las miradas?
—Con la cabeza alta —dije—. Y conmigo a tu lado. Fingiremos que nos importa un bledo. Que somos tan felices que una estúpida foto no nos afecta. —Me separé un poco para poder mirarla a los ojos—. Es la mejor venganza que podemos tener.
Ella me miró, y vi un atisbo de su antigua fuerza regresando a sus ojos, alimentada por la rabia y la determinación. —Tienes razón—susurró—. No voy a dejar que gane.