La foto de mi casa, de la ventana de mi madre regando sus geranios en la penumbra del atardecer, me heló la sangre. Ya no se trataba solo de mí o de Amaia. Adrián había cruzado la línea más peligrosa: había involucrado a mi familia. A mi madre.
Las 24 horas del mensaje parecían latir en mi cabeza como un tambor de muerte. Me senté en la cama, con las manos temblorosas, mirando la llave USB que ahora parecía arder en mis manos. No era un trofeo; era una maldición.
¿Qué hacía? ¿La devolvía? Pero si lo hacía, Adrián recuperaría todo su poder sobre Amaia y su familia. Todo nuestro esfuerzo, el riesgo de Hugo, la valentía de Valeria, habría sido en vano. ¿La destruía? Pero si lo hacía, no tenía duda de que Adrián cumpliría su amenaza. Podía denunciar a mis padres por algo inventado, podría sabotear el trabajo de mi madre... las posibilidades eran infinitas y aterradoras.
No podía ganar.
El pánico me nublaba el pensamiento. Respiré hondo, intentando calmarme. Piensa, Yisus, piensa. No podía hacer esto solo. Necesitaba ayuda. Pero, ¿a quién acudir? Hugo ya había hecho mucho. Valeria también. Y no podía cargar a Amaia con esto, no ahora.
Entonces lo recordé. La única persona que conocía que tenía tanto que perder como yo, y los recursos para enfrentarse a Adrián en su propio juego.
Sin pensarlo dos veces, marqué su número. El teléfono sonó dos veces antes de que una voz somnolienta pero alerta respondiera.
—¿Yisus? ¿Pasa algo? —Era la voz de Amaia, cargada de preocupación inmediata.
—Sí —dije, y mi voz sonó ronca y quebrada—. Pasa algo. Él... Adrián... ha amenazado a mi madre.
Le conté todo, con la voz apresurada, mostrándole la foto y el mensaje. Del otro lado de la línea, solo hubo un silencio aterrado durante unos segundos.
—Dios mío... —murmuró—. Lo siento, Yisus. Esto es... esto es por mi culpa.
—No —corté, con firmeza—. No es culpa tuya. Es culpa de un lunático. Pero necesitamos ayuda. No podemos con esto solos.
—Tienes razón —dijo, y en su voz se notaba que estaba pensando a toda velocidad—. Tengo una idea. Pero no te va a gustar.
—¿Qué idea? —pregunté, con un nudo en el estómago.
—Tenemos que contárselo a mis padres —declaró.
Quedé mudo. Contarle a sus padres, la gente que estaba siendo chantajeada, que teníamos la prueba en nuestras manos... era una locura.
—¿Estás segura? —pregunté—. ¿Y si...?
—¿Y si qué? ¿Y si se enfadan? ¿Y si me castigan? —su voz sonó repentinamente madura y decidida—. Yisus, esto ya no es un juego de instituto. Adrián está amenazando a tu familia. Está usando información nuestra, de mi familia, para hacerlo. Mis padres tienen que saberlo. Tienen abogados, contactos... pueden hacer algo. Es la única manera.
Tenía razón. Era una jugada desesperada, pero era la única que teníamos. Asentí, aunque ella no pudiera verme.
—De acuerdo. ¿Cuándo?
—Ahora —dijo, con una determinación que me sorprendió—. Ven a mi casa. Yo les aviso. Es mejor que sea cara a cara.
Colgué y me vestí con manos temblorosas. Salí de casa en silencio, sintiendo que cada sombra me observaba. El viaje en taxi hasta la mansión de los Villalba fue una blur. Cada semáforo en rojo era un segundo menos. Cada peatón que cruzaba, una posible amenaza.
Amaia me esperaba en la puerta. Iba vestida con un piyama, pero tenía la postura rígida y la mirada de hierro de alguien que se prepara para una batalla. Me tomó de la mano y me guió inside, hacia un estudio que nunca había visto. Era enorme, con estanterías llenas de libros legales y una mesa de madera maciza.
Sus padres estaban allí. Don Roberto Villalba, un hombre alto y serio con canas en las sienes, y Doña Elena, una mujer elegante con ojos cansados pero penetrantes. Me miraron no con enfado, sino con una curiosidad grave.
—Yisus —dijo Don Roberto—. Amaia nos ha contado que hay un problema grave.
—Sí, señor —dije, con la voz más firme que pude reunir. Saqué mi teléfono y les mostré la amenaza, y luego, con mano temblorosa, les entregué la llave USB—. Esto... esto es lo que quiere Adrián.
Doña Elena palideció al ver la llave. Don Roberto la tomó con dedos que casi no temblaban.
—¿Qué contiene? —preguntó, con calma.
—No lo sé —admití—. Adrián dijo que son documentos de su familia. Cosas que... que podrían arruinarles.
Don Roberto asintió lentamente, como si ya lo supiera todo. —Sí—suspiró, con un cansancio infinito—. Lo sabemos. Sabemos que Adrián nos está chantajeando. Lo que no sabíamos... —su mirada se posó en Amaia, llena de dolor—... era que había arrastrado a nuestra hija, y a ti, a este pozo.
—Papá, lo siento —murmuró Amaia, con lágrimas en los ojos—. Solo intentaba ayudar. Intentaba protegeros.
—Lo sé, cariño —dijo Doña Elena, abrazándola—. Lo sé. Y hemos sido unos cobardes. Deberíamos haber enfrentado esto hace mucho tiempo, en lugar de escondernos y dejar que un niño manipulador nos tiranizara.
Don Roberto se puso de pie, con una nueva autoridad en su rostro. —Esto se acabó ahora mismo.—Miró la llave—. Esto es propiedad nuestra. Adrián la obtuvo ilegalmente, mediante chantaje y amenazas. —Su mirada se volvió hacia mí—. Yisus, has mostrado un valor increíble. Has protegido a nuestra hija cuando nosotros fallamos. Estamos en deuda contigo.
—No hay deuda —dije, aliviado por su reacción—. Solo quiero que esto termine. Que Amaia esté a salvo. Que mi familia esté a salvo.
—Y lo estarán —afirmó Don Roberto—. Tengo una llamada que hacer.
Salió de la habitación con el teléfono. Doña Elena nos sirvió chocolate caliente, y los tres nos sentamos en incómodo silencio, escuchando los murmullos graves de Don Roberto desde el pasillo. Hablaba de "abogados", de "pruebas ilegales", de "medidas restrictivas".
Media hora después, regresó. Su rostro estaba serio, pero tranquilo. —Está hecho—anunció—. He hablado con nuestro abogado y con la policía. Adrián será citado mañana primero thing en la mañana. La amenaza a tu familia, Yisus, es un delito grave. Sumado a la posesión ilegal de documentos privados y el chantaje, tiene suficientes problemas como para dejarnos en paz para siempre.