El mechero en la mano del matón brilló bajo la tenue luz que se filtraba por las ventanas rotas del almacén. El calor de la llama era casi tangible, una promesa de dolor y destrucción. Adrián sostenía el teléfono, la cámara frontal apuntando a mi rostro como el cañón de un arma.
—¡Vamos! —exigió, con impaciencia—. ¡Di lo que te digo o lo prendemos todo ahora mismo!
Abrí la boca, pero las palabras no salieron. ¿Cómo podía decir esas mentiras? ¿Cómo podía destrozar a Amaia con mis propias palabras, incluso para salvar mi vida? El corazón me latía con tal fuerza que sentía que iba a estallar.
—"Yo, Yisus..." —comenzó a dictar Adrián, con una voz fría y clara—, "...confieso que solo estuve con Amaia Villalba por lástima y por una apuesta. Nunca la quise. Todo fue una broma cruel..."
Las palabras me quemaban más que el fuego que me amenazaba. Tragué saliva, intentando ganar unos segundos más. ¿Dónde estaba mi salvación? ¿Dónde estaba el milagro que tanto necesitaba?
Y entonces, ocurrió.
Un chirrido metálico y seco cortó el aire. La puerta lateral del almacén, oxidada y pesada, se abrió de golpe. Adrián y su matón se giraron, sorprendidos por el ruido.
—¡¿Quién está ahí?! —gritó Adrián, bajando el teléfono.
Desde las sombras, una figura delgada pero feroz emergió corriendo. ¡Era Valeria! Venía armada con lo que parecía un extintor de incendios viejo y oxidado que debió de encontrar fuera.
—¡¡Suéltalo, basura!! —gritó, y sin dudar, apuntó la manguera del extintor hacia el matón y apretó el gatillo.
Una nube blanca y espesa de polvo químico salió disparada, golpeando al matón directamente en la cara. Él gritó, cegado y ahogándose, y el mechero cayó de su mano, apagándose al chocar contra el suelo de cemento.
—¡¿Tú?! —rugió Adrián, furioso, dando un paso hacia Valeria.
Pero no fue el único refuerzo. Desde la puerta principal, otra figura irrumpió en el almacén. ¡Era Hugo! Venía empuñando una barra de metal, con el rostro desencajado por una rabia que nunca le había visto.
—¡¡Te dije que no la tocaras!! —le gritó a Adrián, y sin mediar palabra, le lanzó un puñetazo directo a la cara.
El impacto sonó seco y satisfactorio. Adrián cayó al suelo, sorprendido por la fuerza y la ferocidad del golpe. El teléfono salió volando de su mano y se deslizó por el suelo, lejos de su alcance.
El caos se apoderó del almacén. El matón, aún cegado y tosiendo, intentaba agarrar a Valeria, pero ella era ágil y esquivaba sus embestidas mientras seguía rociándolo con el extintor. Hugo se lanzó sobre Adrián, inmovilizándolo contra el suelo con un peso que el otro, aunque más alto, no pudo contrarrestar.
—¡Yisus, el teléfono! —gritó Valeria—. ¡¡Cógelo!!
Reaccioné. Corrí hacia donde había caído el teléfono de Adrián, agarrándolo con manos temblorosas. Lo revisé rápidamente. Allí estaba. El video de Hugo y yo. Y también... el video que Adrián acababa de grabar de mí, a medio empezar. Los borré ambos al instante, vaciando también la papelera de reciclaje para asegurarme.
—¡Está hecho! —grité—. ¡Los borré!
—¡No! —aulló Adrián desde el suelo, bajo el peso de Hugo—. ¡Idiotas! ¡Tengo copias de seguridad! ¡Esto no ha terminado!
—¡Sí que ha terminado! —una nueva voz, grave y llena de autoridad, resonó en el almacén.
Todos nos giramos. En la entrada principal, de pie y con trajes impeccables, estaban los padres de Amaia, Don Roberto y Doña Elena. Y detrás de ellos, dos agentes de policía con las manos en sus pistolas.
—Adrián García —dijo Don Roberto, con una calma aterradora—. Está usted arrestado por chantaje, amenazas, posesión de documentos robados y intento de coacción. —Señaló al matón, que ahora se rendía jadeante—. Y su cómplice también.
Los policías se adelantaron y esposaron a Adrián y a su amigo. Él no luchó. Solo me lanzó una mirada de odio puro y absoluto antes de ser levantado del suelo.
—No has ganado —escupió hacia mí, con la voz rota por la rabia—. Esto no se acaba así.
—Sí se acaba —dijo Amaia, apareciendo desde detrás de sus padres. Corrió hacia mí y me abrazó con fuerza—. Se acaba para siempre.
La abracé, sintiendo cómo el terror y la tensión de los últimos minutos se disolvían en su abrazo. Estábamos a salvo. Estábamos juntos.
Los policías se llevaron a Adrián y a su matón. Don Roberto se acercó a nosotros. —Lo siento mucho—dijo, mirándonos a los cuatro—. No deberíais haber tenido que pasar por esto. Pero sois increíblemente valientes. —Su mirada se posó en Hugo y en Valeria—. Los dos también. Gracias por proteger a mi hija... y a su novio.
Hugo se sonrojó y miró al suelo. Valeria asintió con la cabeza, con una pequeña sonrisa de satisfacción en los labios.
—¿Y lo de la llave? —pregunté, recordando de repente.
—La tengo yo —dijo Don Roberto—. La usaremos como prueba en su contra. Y luego, será destruida. Para siempre.
La paz que sentí en ese momento fue abrumadora. Era realmente el final. Adrián estaba acabado.
De vuelta a casa, en el coche de los Villalba, Amaia no soltó mi mano en ningún momento. —Creí que te perdía—murmuró, apoyando la cabeza en mi hombro—. Cuando Hugo y Valeria vinieron a casa diciendo que te habían seguido hasta el almacén... fue el momento más terrorífico de mi vida.
—Yo también —confesé—. Pero vinieron. No estaba solo.
Ella alzó la vista para mirarme, con los ojos llenos de lágrimas y de amor. —Nunca más estarás solo,Yisus. Nunca más.
Esa noche, por primera vez en semanas, me dormí sin miedo. Sabía que las pesadillas habían terminado. Al día siguiente, el instituto sería un hervidero de rumores, pero los enfrentaríamos juntos. Como siempre.
A la mañana siguiente, mientras me preparaba para ir al instituto, sonó mi teléfono. Era un número desconocido. Con un poco de recelo, respondí. "¿Yisus? Habla el detective Ramos. Hemos interrogado a Adrián García. Hay algo... algo que ha confesado que creo que deberías saber. Algo sobre la persona que realmente le pasó esos documentos de la familia Villalba. No actuó solo. Hay un topo en su círculo íntimo. Y todavía está suelto."