El café La Central olía a grano tostado y a secretos a punto de ser revelados. El ambiente era cálido, acogedor, totalmente opuesto al frío que recorría mi espalda. Entre las mesas de madera oscura y las estanterías llenas de libros antiguos, en un rincón semioculto por una exuberante planta de monstera, encontramos a Sofía. Parecía haber encogido. Sus manos, finas y delicadas, rodeaban una taza de té que ya debía estar fría. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de vida, estaban enrojecidos e hinchados, y su mirada se clavaba en la mesa como si buscara respuestas en los vetas de la madera. Cuando alzó la vista y nos vio entrar—Amaia, Valeria y yo—, su rostro palideció de inmediato. Esperaba solo a su prima.
—No me fiaba —declaró Amaia con una frialdad que yo nunca le había escuchado, deslizándose en la silla frente a su prima—. Después de lo que hemos visto, después de la prueba que tenemos, no me fío de nadie. Menos de ti.
Sofía no se defendió. Bajó aún más la mirada, como si la vergüenza pesara físicamente sobre sus hombros. —Lo entiendo—murmuró, su voz era un hilo de sonido, casi ahogado por el suave murmullo de una cafetera de fondo.
—¿Por qué, Sofía? —pregunté yo, sin rodeos, sentándome al lado de Amaia. Valeria se quedó de pie, los brazos cruzados, haciendo guardia—. Éramos... familia. Te considerábamos una más.
Ella alzó la vista entonces, y las lágrimas que habían estado contenidas comenzaron a resbalar libremente por sus mejillas. —¡No fue por maldad!—exclamó, apretando la taza con tanta fuerza que temí que se rompiera—. ¡No lo hice porque quisiera haceros daño! —Bajó la voz, consciente de los alrededores—. Adrián... me chantajeó. Descubrió algo de mí, algo que nadie más sabe. Algo que... que podría haber arruinado mi vida por completo. Mi futuro.
Amaia no se inmutó, pero noté cómo su postura rígida se suavizaba levemente. —¿Qué?—preguntó, y aunque su tono seguía siendo frío, había un atisbo de curiosidad, de compasión incluso.
Sofía respiró hondo, temblorosa. —Estoy...enamorada de alguien. Alguien que mi familia nunca, jamás, aprobaría —confesó, las palabras le salían entrecortadas, manchadas de llanto—. No es de nuestro... círculo. No tiene nuestro apellido, nuestra posición... ni nuestro dinero. —Miró a Amaia directamente—. Adrián los seguía. Tomó fotos de nosotros juntos. Me dijo que si no le conseguía información de tu familia, lo haría público. Mis padres... ya sabes cómo son. Lo que harían si se enteraran... me echarían de casa. Me desheredarían. Arruinarían su vida a él también.
Valeria, que había permanecido en un silencio amenazador, despegó los brazos y se apoyó en la mesa. —¿Y por qué no nos lo dijiste?—preguntó, y su voz no era suave, pero tampoco era acusadora—. Podríamos haber ayudado. Entre todos podríamos haber enfrentado a Adrián.
—¡Por miedo! —gritó Sofía en un susurro desesperado—. ¡Y porque cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde! La primera vez fue solo un documento, un papel que parecía insignificante. Pero luego pidió más. Y más. Y cuando intenté retroceder, cuando dije que no podía seguir, me enseñó... me enseñó las fotos otra vez. Me dijo que si me echaba atrás, no solo se lo enviaría a mis padres, sino que lo publicaría en internet. Que lo etiquetaría en todas partes. —Una oleada de terror genuino cruzó su rostro—. Y cuando vi que todo se salía de control, que Yisus apareció en escena, que lo de vuestra relación se volvió algo serio... supe que había creado un monstruo. Pero ya no podía parar.
El relato nos dejó mudos. La imagen de Sofía, no como una villana calculadora, sino como otra víctima más atrapada en la red de Adrián, era difícil de digerir, pero cobraba sentido. Su dolor era demasiado real para ser fingido.
—¿Y por qué confiar en nosotros ahora? —preguntó Amaia, y su voz había perdido parte de su dureza.
—Porque Adrián está arrestado —dijo Sofía, secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero su influencia, su dinero, sus contactos... no han desaparecido. Y porque... —hizo una pausa, buscando las palabras—... me arrepiento. De verdad. He estado enferma del remordimiento. No he podido dormir en semanas. —Entonces, con movimientos torpes, sacó de su bolso un teléfono viejo y sencillo, uno de esos que solo sirven para llamar y guardar archivos—. Aquí está todo. Grabé nuestras conversaciones cuando pude. Escondí el teléfono. Aquí están sus amenazas, sus exigencias... —Lo deslizó por la mesa hacia Amaia—. Es mi prueba. Para la policía... y para ustedes. Para que sepáis que os digo la verdad.
Amaia tomó el teléfono con manos que apenas temblaban. Lo examinó, su pulgar pasando por la pantalla fría. —¿Y qué nos asegura que esto no es otro de tus juegos?—preguntó, aunque sin convicción.
—Nada —admitió Sofía con amargura—. Solo mi palabra. Y sé que para vosotros ya no vale nada. Pero es todo lo que tengo.
Nos miramos, Amaia, Valeria y yo. La traición aún dolía, era una herida profunda y reciente. Pero el arrepentimiento de Sofía parecía genuino, tallado a fuego por el miedo y la culpa.
—Esto no se soluciona escondiéndose en un café —dije al fin, rompiendo el silencio—. Tienes que venir con nosotros a la policía. Ahora. Contar todo. Esto —señalé el teléfono— es vital. Puede ser la pieza que asegure que Adrián no salga nunca más.
Sofía asintió, resignada. —Sí. Lo que sea. Lo que sea para enmendar mi error. Para intentar ganarme vuestro perdón.
Salimos del café, unidos por un secreto que nos había destrozado y por una frágil esperanza de redención. La tarde estaba cayendo, teñiendo la ciudad de tonos naranjas y morados. Caminábamos en silencio hacia el coche de Valeria, cada uno sumido en sus propios pensamientos, cuando el teléfono viejo de Sofía, que Amaia aún sostenía en la mano, vibró con un mensaje siniestro.
La pantalla se iluminó con un número desconocido. El mensaje era breve y letal: "Sabía que al final traicionarías. Error. Pagarás por esto, y ellos pagarán contigo. La cuenta atrás ya ha empezado." Alguien más estaba vigilando. Y acabábamos de firmar nuestra sentencia.