El cañón de la pistola de Ramos estaba frío contra la sien de Amaia. Ella contuvo la respiración, sus ojos, llenos de pánico, se clavaron en los míos. Yo sentí cómo cada latido de mi corazón era un martillo contra mis costillas. No. No otra vez.
—¡Baja el arma, Ramos! —grité, con una voz que no reconocí, cargada de una rabia que nublaba mi miedo—. ¡Ya perdieron! ¡La policía está afuera!
—¿Crees que me importa? —escupió Ramos, ajustando su grip alrededor del brazo de Amaia—. ¡Si caigo, no caigo solo! ¡Y la princesita de papá viene conmigo!
Contreras sonreía en un rincón, disfrutando del caos que había creado. Lena seguía inconsciente en el suelo. Valeria y Hugo estaban paralizados, mirando alternativamente entre la pistola y las luces de las patrullas que destellaban tras las ventanas.
La voz de la inspectora Torres volvió a sonar por el megáfono, más urgente esta vez. —¡Ramos!¡No seas estúpido! ¡Suelta a la chica y salga! ¡Tiene cinco segundos!
—¡NO! —rugió Ramos—. ¡Necesito un auto! ¡Y un salvoconducto! ¡O juro que lo último que verán será su cerebro en la pared!
Mi mente giraba a toda velocidad. No podíamos dejar que se la llevara. Sabía demasiado bien lo que hombres como él hacían con rehenes. Tenía que distraerlo. Tenía que...
De repente, un movimiento en el suelo. Lena, la hacker, abrió los ojos lentamente. Su mirada nublada se posó en Ramos, luego en el arma, luego en mí. Y entonces, con un esfuerzo sobrehumano, estiró la pierna y pateó con todas sus fuerzas un pequeño router que estaba bajo la mesa.
El dispositivo voló por los aires y se estrelló contra la mano de Ramos.
—¡¡AAAGH!! —gritó él, sorprendido por el impacto.
El arma se desvió por una fracción de segundo. Fue todo lo que necesité.
Me lancé hacia adelante, agarrándolo del brazo que sujetaba a Amaia y forcejeando con todas mis fuerzas. Amaia gritó y se soltó, rodando hacia un lado. Ramos era más fuerte, pero yo estaba cegado por la adrenalina.
—¡¡SUÉLTALO, IDIOTA!! —gritó Hugo, uniéndose a la refriega y agarrándolo por detrás.
Fue una maraña de brazos, gritos y maldiciones. Valeria ayudó a Amaia a ponerse a salvo. De afuera, se oyeron pasos corriendo y la puerta principal se abrió de golpe. Agentes de policía con chalecos antibalas irrumpieron en la habitación.
—¡¡ALTO!! ¡¡POLICÍA!! ¡¡SUELTEN EL ARMA!!
Ramos, al verse totalmente acorralado, dejó de forcejear. Su respiración era un jadeo de furia y derrota. Dos agentes lo inmovilizaron contra el suelo y le pusieron las esposas. Contreras, pálido y tembloroso, fue arrestado sin resistencia.
Era el final.
Corrí hacia Amaia, que lloraba en los brazos de Valeria. —¿Estás bien?¿Te hizo daño? —pregunté, revisándola con manos temblorosas.
—No —susurró, abrazándome con fuerza—. No, gracias a ti. Gracias a todos.
La inspectora Torres se acercó a nosotros, con una expresión de alivio y respeto. —Fue una jugada temeraria—dijo—. Pero valiente. Muy valiente. —Miró a Lena, que ahora estaba siendo atendida por paramédicos—. Y gracias a esa chica, también.
Lena nos miró, con una expresión compleja de arrepentimiento y agotamiento. —El ataque...—murmuró—. Lo aborté justo antes de que me noquearan. Las pruebas contra los Villalba... son falsas. Tengo los servidores de Contreras. Allí está la verdad.
Fue la confirmación que necesitábamos. Don Roberto sería liberado. El nombre de los Villalba estaría a salvo.
Dos días después, todo era diferente. Don Roberto estaba en casa, pálido y cansado, pero libre. Los medios no paraban de hablar del "complot del empresario resentido" y de "la valentía de un grupo de adolescentes". Éramos héroes locales.
Amaia y yo estábamos sentados en el mismo banco del parque donde habíamos tenido nuestra primera cita falsa. Pero ahora nada era falso.
—Parece que fue hace una vida —dijo ella, apoyando la cabeza en mi hombro.
—Sí —asentí—. Pero al final... todo salió bien.
—¿Sabes? —dijo, alzando la vista para mirarme—. Lo único real en todo este desastre... fuiste tú. Siempre fuiste tú.
Sonreí, sintiendo una paz que nunca antes había conocido. —Yo también te quiero,Amaia —dije, y esta vez, no había pacto que cumplir, ni mentiras que mantener. Solo la verdad.
Y entonces, bajo la luz del atardecer, nos besamos. Fue lento, dulce, y lleno de la promesa de un nuevo comienzo.
Mientras caminábamos de vuelta a casa, tomados de la mano, mi teléfono vibró. Era un mensaje de un número desconocido. "No crean que esto se acaba. El jefe tenía socios. Socios a los que no le gusta perder. Vigilen sus espaldas. Siempre." La sombra de Contreras era más larga de lo que pensábamos.