Yisus: Bajo La Misma Estrella Falsa.

Capítulo 28: El Archivo del Director.

El corazón me galopaba en el pecho con un ritmo frenético y aterrador. El director Almeida. El hombre que nos daba sermones sobre honestidad y esfuerzo cada lunes en el patio era uno de ellos. La traición sabía aún más amarga al venir de alguien en quien, en el fondo, todos habíamos confiado.

—¡Tenemos que irnos! —susurró Amaia, agarrando mi brazo con fuerza—. ¡Nos vio! ¡Sabe que lo sabemos!

—No —dije, aunque cada instinto me gritaba que corriera—. Si huimos, confirmamos que sabemos algo. Tenemos que actuar con normalidad. Fingir que no hemos visto nada.

A través del coms, la voz de Valeria sonó, fría y calculadora. —Tiene razón.Sigan caminando. Mírenme a mí. Vamos a reunirnos en el stand de realidad virtual, como si nada.

Con un esfuerzo sobrehumano, desviamos la mirada del director Almeida y nos mezclamos con la multitud, caminando hacia donde estaba Valeria. Nuestras sonrisas eran tensas, nuestras risas, forzadas. Por el rabillo del ojo, vi al director hablar por su teléfono con urgencia antes de perderse entre la gente.

—¿El director? —preguntó Hugo, incredulous, cuando nos reunimos—. ¡Pero si siempre parece tan... aburrido!

—El aburrimimiento es un buen disfraz —murmuró Valeria—. Esto explica muchas cosas. ¿Recuerdan cómo siempre cerraba las investigaciones sobre Adrián tan rápido? ¿O cómo nunca había cámaras funcionando donde ocurrían los "accidentes"?

—Tenemos que entrar a su oficina —dije, la idea formándose en mi mente antes de que pudiera detenerla—. En el instituto. Si es uno de ellos, debe tener algo allí. Documentos, claves, algo.

—¿Robar en la oficina del director? —preguntó Sofía, pálida—. ¡Es una locura!

—¿Acaso hay otra opción? —replicó Valeria—. Tenemos que hacerlo. Y tiene que ser esta noche. Antes de que tenga tiempo de avisar a sus amigos o de destruir pruebas.

El plan era simple, y por eso, aterrador. Mateo desactivaría remotamente las alarmas del instituto y manipularía las cámaras de seguridad para crear un bucle. Hugo, con su conocimiento de las rutinas de los conserjes, nos guiaría por los pasillos. Valeria y yo entraríamos a la oficina. Amaia y Sofía serían nuestro puesto de vigilancia exterior.

Esa noche, el instituto era un lugar fantasma. Las largas sombras de los pasillos vacíos parecían querer alcanzarnos con dedos oscuros. El crujido de nuestros propios pasos resonaba como truenos en el silencio.

—La oficina está al final de este pasillo —susurró Hugo—. La alarma de la puerta ya está desactivada, pero la cerradura es mecánica. Tendrás que forzarla.

Valeria asintió. Con unas herramientas que Hugo había "prestado" de taller, se puso a trabajar en la cerradura de la oficina del director. Los segundos se sentían como horas. Cada suspiro, cada mínimo ruido, nos hacía saltar.

Click.

La puerta cedió. Valeria y yo nos colamos dentro, cerrándola tras nosotros.

La oficina del director Almeida era ordenada hasta el extremo de lo obsesivo. Libros alineados por altura, carpetas de colores idénticas, nada fuera de lugar. Empezamos a buscar. Cajones archivadores, estanterías... todo parecía contener solo papelería administrativa aburrida e inocente.

—¡No hay nada! —susurré, frustrado—. ¡Debió de haberlo destruido todo o llevárselo!

—Nadie es tan perfecto —murmuró Valeria, recorriendo la estantería con los dedos—. Todo el mundo esconde sus secretos en el lugar que cree más obvio, el que nadie miraría porque está a la vista.

De repente, se detuvo frente a un viejo tomo encuadernado en piel. "Historia de la Pedagogía Moderna". Un libro que parecía tan aburrido y polvoriento como los demás. Pero Valeria lo tiró hacia ella. La estantería no se movió. Frunció el ceño. Luego, en vez de tirar, lo empujó.

Escuchamos un clic suave. Un panel entero de la estantería se deslizó lateralmente, revelando una caja fuerte digital moderna, incrustada en la pared.

—Un escondite dentro de un escondite —murmuró Valeria, impresionada—. Listo.

—¿Podrás abrirla? —pregunté.

—No —admitió—. Es de última generación. Un error y podría bloquearse o borrar todo. Necesitamos la clave.

Miramos alrededor, desesperados. La clave. ¿Qué usaría un tipo como Almeida? ¿La fecha de fundación del instituto? ¿El nombre de su esposa? Probamos varias opciones. Nada funcionaba.

—¡Rápido! —dijo la voz de Amaia por el coms—. ¡Un coche patrulla acaba de estacionarse frente al instituto! ¡Puede ser una ronda normal, pero no lo sé!

El pánico empezó a apoderarse de mí. Estábamos tan cerca... Entonces, mi mirada cayó en el único objeto personal en todo el escritorio: una foto en un marco simple. El director Almeida, mucho más joven, con uniforme de graduación universitario. Sonreía junto a otro joven. Un joven que reconocí de las fotos de los archivos de los Villalba. Era Mauricio Contreras.

—¡Dios mío! —susurré—. ¡Ellos fueron compañeros de universidad!

—¡La clave! —urgió Valeria—. ¡Intenta algo con eso!

—¡Prueba con la fecha de la foto! —dije, dándole la vuelta al marco. En la parte posterior, con una caligrafía desgastada, ponía: "Prometeo vence. 2004."

Valeria no lo dudó. Tecleó 2004 en la caja fuerte.

Bip.

Una luz verde parpadeó. La puerta de la caja fuerte se abrió con un suave zumbido.

Dentro, no había dinero ni joyas. Solo una memoria USB negra y una carpeta de documentos con un logo familiar: un fénix estilizado.

—¡Lo tenemos! —exclamé, agarrando ambos objetos.

En ese momento, las luces de la oficina se encendieron de repente, cegándonos.

No fuimos nosotros quienes las encendimos.

Desde la puerta, una figura alta recortada contra la luz del pasillo observaba nuestro descubrimiento. No era el director Almeida.

Era el subdirector, el siempre amable y sonriente Sr. Ortega. Pero en ese momento, no había rastro de amabilidad en su rostro. Sostenía un taser en una mano, y su sonrisa era fría y peligrosa.



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En el texto hay: amor, drama.

Editado: 27.08.2025

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