El taser en la mano del subdirector Ortega brilló bajo la luz fluorescente de la oficina. Sus dos acompañantes, hombres grandes con pasamontañas y miradas vacías, bloquearon la puerta, convirtiendo nuestra salida en una trampa. El aire se espesó, pesado con el olor a miedo y traición.
—El archivo —repitió Ortega, con una calma aterradora—. No lo haré pedir otra vez.
Valeria, siempre rápida, escondió la memoria USB en el bolsillo de su chaqueta en un movimiento furtivo. —¿Qué archivo?—dijo, con una inocencia falsa que sonó ridícula en la circunstancia—. Solo estábamos... devolviendo un libro que habíamos tomado prestado.
Ortega sonrió, una expresión fría y desprovista de humor. —No me subestimes,Valeria. Sé quién eres. Sé lo que hicieron en la feria. Y sé que tienen lo que Almeida escondió. —Avanzó un paso—. No quiero lastimarlos. Solo quiero lo que es de mis... socios.
Mis ojos se encontraron con los de Valeria. Un plan desesperado se formó entre nosotros sin necesidad de palabras. Asentí casi imperceptiblemente.
—¡HUGO, AHORA! —grité, con toda la fuerza de mis pulmones.
Desde el pasillo, una alarma de incendios estalló en un estruendo ensordecedor. Las luces parpadearon y se apagaron, sumiendo la oficina en una oscuridad casi total, rota solo por las tenues luces de emergencia rojas que se activaron cerca del suelo. Mateo había cumplido su parte.
El caos fue instantáneo. Ortega maldijo, desorientado por el sonido y la oscuridad. Sus matones se movieron confundidos.
—¡POR AQUÍ! —gritó Valeria, agarrándome del brazo y arrastrándome hacia la ventana de la oficina.
Era nuestra única salida. La ventana daba a un techo bajo sobre la conserjería. Hugo, desde fuera, ya estaba allí, rompiendo el cristal con una herramienta. El sonido del vidrio quebrandose se mezcló con la alarma.
—¡¡DETÉNGANLOS!! —rugió Ortega, abalanzándose hacia nosotros a ciegas.
Esquivé su agarre por centímetros. Valeria ya se estaba deslizando por la ventana. Uno de los matones me agarró por la espalda, pero Hugo, desde el techo, le lanzó un extintor que tenía preparado. El hombre cayó al suelo con un gruñido de dolor.
Salté por la ventana, sintiendo el vidrio crujir bajo mis pies. Amaia y Sofía estaban abajo, en el suelo, con las caras pálidas de terror.
—¡CORRAN! —ordenó Valeria—. ¡HACIA LA PUERTA TRASERA!
Corrimos por los techos, saltando entre las sombras, con la alarma still sonando como un telón de fondo demente. Ortega y su otro hombre salieron por la ventana detrás de nosotros, pero estaban descoordinados y enfurecidos.
Llegamos al borde del techo. La puerta trasera del instituto estaba allí abajo, a una caída de tres metros.
—¡Salten! —gritó Mateo, apareciendo de repente desde abajo con una red de seguridad de educación física que había robado del gimnasio—. ¡Rápido!
No lo pensamos dos veces. Saltamos uno tras otro, cayendo sobre la red que Mateo y Hugo sostenían con esfuerzo. Rodamos por el césped frío, sin aliento pero ilesos.
—¡El auto! —gritó Amaia—. ¡Allí!
El coche de Valeria estaba estacionado en la calle lateral. Corrimos hacia él mientras las puertas del instituto se abrían de par en par detrás de nosotros. Ortega y sus hombres estaban allí, pero ya era demasiado tarde. Nos metimos en el auto y Valeria arrancó, dejando atrás el instituto y la amenaza que se cernía sobre nosotros.
La adrenalina tardó en bajar. Nadie habló durante varios minutos. Solo se oía nuestra respiración jadeante.
—Lo... lo tenemos —dijo finalmente Valeria, sacando la memoria USB negra de su bolsillo—. Tenemos el archivo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sofía, temblando—. Ellos saben que lo tenemos. Saben quiénes somos. No vamos a estar seguros en ningún lado.
—Tenemos que ver qué hay dentro —dije, tomando la USB—. Y luego, ir a la única persona que puede ayudarnos de verdad con esto.
¿La inspectora Torres? —preguntó Amaia.
—No —respondí, con una certeza que me sorprendió—. No después de lo de Ramos. No podemos confiar en nadie en la comisaría. —Hice una pausa—. Tenemos que ir con el periodista. El que estaba investigando a Contreras. Él publicará la verdad, pase lo que pase.
Encontrarnos con el periodista, un hombre cansado pero de ojos brillantes llamado Tomás Rey, fue más fácil de lo que pensamos. Trabajaba en un pequeño periódico digital que se especializaba en destapar corrupción. Su oficina era un desastre de papeles y tazas de café vacías, pero era un refugio.
Cuando insertamos la memoria USB en su computadora, lo que encontramos nos dejó sin palabras.
No eran solo documentos sobre el "Proyecto Fénix". Era una lista. Una lista enorme de nombres: políticos, jueces, empresarios, policías... todos vinculados a una red de corrupción masiva que iba mucho más allá de Contreras y Almeida. El "Proyecto Fénix" no era solo arruinar a los Villalba; era un plan para controlar la ciudad entera mediante el chantaje, el fraude y la manipulación de todos los sectores claves.
Y allí, en la parte superior de la lista, como el cerebro de todo, había un nombre que none de nosotros esperábamos. Un nombre tan poderoso y respetado que hizo que el mundo se detuviera bajo nuestros pies.
El Alcalde de la ciudad.
Tomás Rey palideció al ver el nombre. —Dios mío—, murmuró. —Si esto es cierto, estamos todos en peligro. —En ese momento, su teléfono sonó. Lo miró y su expresión se tornó en puro horror. —Es... es él. Es el Alcalde. ¿Cómo... cómo sabe que estoy aquí?...