Yisus: Bajo La Misma Estrella Falsa.

Capítulo 30: El Fin del Juego.

El nombre del Alcalde en la pantalla del teléfono de Tomás Rey parecía palpitar con una energía maligna. ¿Cómo podía saber que estábamos allí? ¿Nos habían seguido? ¿O era que su red de vigilancia era tan extensa que ningún rincón de la ciudad estaba a salvo?

Tomás, con una mano temblorosa, rechazó la llamada. —No podemos quedarnos aquí—dijo, su voz un susurro ronco—. Este lugar ya no es seguro. Ellos saben que tengo la información. —Nos miró a todos, su expresión era una mezcla de terror y determinación—. Tenemos que publicar esto. Ahora. Antes de que nos lo impidan.

Mientras Tomás se conectaba a una red segura y comenzaba a subir los archivos a un servidor encriptado en el extranjero, nosotros vigilábamos las ventanas. La calle estaba inquietantemente tranquila. Demasiado tranquila.

—¿Y si intentan detener la publicación? —preguntó Amaia, pegada a mi lado—. ¿Si cortan internet o algo así?

—Ese es el riesgo —admitió Tomás, sin dejar de teclear—. Pero tengo protocolos. Si no confirmo la publicación en los próximos diez minutos, se enviará automáticamente a una docena de medios internacionales. Es ahora o nunca.

Los minutos siguientes fueron los más largos de nuestras vidas. Cada segundo era una eternidad. Cada crujido en el exterior, cada faro de coche que pasaba, nos hacía saltar. Mateo monitoreaba las cámaras de seguridad del edificio desde su laptop, listo para dar la alarma.

—¡Allí! —gritó de repente—. ¡Furgonetas negras! ¡Tres! ¡Se acercan por ambos extremos de la calle!

—¡Termina, Tomás! —suplicó Valeria.

—¡Casi está! —respondió él, sudando—. ¡95%... 97%...!

El sonido de las puertas de las furgonetas abriéndose de golpe resonó en la calle. Hombres vestidos de negro, con equipamiento táctico, saltaron y se desplegaron. Ian directamente hacia la entrada del edificio.

—¡99%...! —La voz de Tomás era un grito de esperanza.

La puerta de la oficina se abrió de golpe. No fue derribada. Simplemente se abrió. Y en el marco, solo, con un traje impecable y una expresión de cansada resignación, estaba el Alcalde.

No parecía un villano de película. Parecía un hombre agotado, cargado con el peso de sus decisiones. —Pueden dejar de intentarlo,Tomás —dijo, con una voz sorprendentemente calmada—. He cortado la electricidad y las telecomunicaciones de toda la manzana. Tu publicación no saldrá.

Tomás maldijo, golpeando su teclado inútil. La pantalla de su computadora se apagó, junto con todas las luces de la oficina. Solo la tenue luz de la luna que entraba por la ventana nos iluminaba.

—¿Por qué? —preguntó Amaia, dando un paso al frente. Su voz no temblaba. Solo había una profunda decepción—. Usted era... alguien a quien la ciudad admiraba.

El Alcalde la miró, y por un segundo, vi un destello de algo que podría haber sido remordimiento. —El poder,Amaia, es una droga adictiva. Y una vez que empiezas a hacer compromisos, es difícil parar. Contreras, Almeida, Ortega... ellos me ofrecieron control. Orden. Una forma de moldear la ciudad a mi imagen, sin la molestia de la oposición o la prensa. —Suspiró—. Pero el proyecto se les fue de las manos. Se volvieron codiciosos. Despiadados.

—¡Usted los dejó! —acusé yo—. ¡Usted es el responsable!

—Sí —admitió, sin negarlo—. Lo soy. Y por eso, no puedo permitir que esta información se difunda. La caída sería... catastrófica. Para demasiada gente.

Señaló con la cabeza a sus hombres, que avanzaron hacia nosotros. Estábamos atrapados. Sin pruebas, sin escape, contra el hombre más poderoso de la ciudad.

Pero entonces, ocurrió algo inesperado.

Desde la calle, un nuevo sonido llenó el aire. No eran sirenas de policía. Eran sirenas de noticieros. Docenas de furgonetas de prensa con sus satélites en el techo llegaban a toda velocidad, seguidas de coches de civiles. Y de entre la multitud que comenzaba a formarse, una figura se abrió paso.

Era la inspectora Torres. Y no estaba sola. Detrás de ella, una unidad especial de agentes con chalecos que no pertenecían a la policía local la seguía.

—¡Alto, Señor Alcalde! —gritó la inspectora, con una megafonía—. ¡Policía Nacional! ¡Está usted detenido por corrupción, conspiración y encubrimiento de delitos!

El Alcalde palideció, dando un paso atrás. —¿Esto...esto es un golpe de estado? —balbuceó.

—No —respondió la inspectora con firmeza—. Esto es justicia. —Señaló a Tomás—. El señor Rey tiene amigos en medios internacionales. Su archivo se publicó en el extranjero hace cinco minutos. La noticia ya está en todas partes. El juego se acabó.

La revelación nos dejó boquiabiertos. ¡Tomás lo había logrado! Su plan B había funcionado.

El Alcalde se derrumbó. Literalmente. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas en el suelo, mientras los agentes nacionales lo esposaban. Su imperio de mentiras se desmoronaba ante sus ojos.

La ciudad entera estaba en shock. En los días siguientes, las detenciones fueron masivas. Políticos, jueces, empresarios... la red de corrupción fue desmantelada pieza por pieza. El nombre de los Villalba fue completamente limpiado. Don Roberto no solo recuperó su empresa, sino que se convirtió en un héroe por resistir la extorsión.

Para nosotros, la vida volvió a una normalidad que nunca pensamos posible. Ya no había secretos, ni mentiras, ni pactos falsos. Solo éramos un grupo de amigos que había sobrevivido a una pesadilla.

Amaia y yo, sentados en nuestro banco del parque, mirábamos el atardecer. Esta vez, no había mensajes amenazantes, ni miradas furtivas. Solo paz.

—¿Crees que de verdad se acabó? —preguntó ella, recostando su cabeza en mi hombro.

—Lo sé —respondí, rodeándola con el brazo—. Porque esta vez, no luchamos solos. Una ciudad entera luchó con nosotros.

Y entonces, bajo el cielo teñido de naranja y rosa, supe que no importaba lo que hubiera pasado. Porque al final, habíamos encontrado la verdad más importante de todas: la que existía entre nosotros dos.



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En el texto hay: amor, drama.

Editado: 27.08.2025

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