El despertador suena con un tono robótico, áspero, como si pidiera auxilio en lugar de anunciar el inicio del día. Son las 6:00 am. La habitación está envuelta en una penumbra que apenas deja distinguir la forma desaliñada de la cama. Huele a humedad, a ropa usada que no se alcanzó a lavar el domingo, y el aire es pesado. Me toma unos segundos recordar dónde estoy, quién soy, y por qué sigue siendo tan difícil levantarse.
Abro los ojos, pero no me muevo. La espalda me duele; no sé si por la mala postura al dormir o porque cargué mi ansiedad todo el fin de semana como un costal de ladrillos. Mi mente hace un repaso fugaz de pendientes: clases, trabajo, mi mamá preguntando si ya compré despensa. El cansancio de los pensamientos pesa más que las cobijas.
El techo tiene una grieta nueva. La observo mientras escucho el agua de la regadera en el departamento de arriba. La rutina. Siempre la misma. Suspiro y me levanto de un tirón, porque si no lo hago rápido, no lo hago nunca.
El piso está frío y el café instantáneo sabe igual que ayer. A veces me pregunto si el sabor agrio es el café en sí o mi humor proyectado en la taza. Mientras revuelvo la cucharita en la taza, mi reflejo en la ventana me devuelve la mirada: ojeras marcadas, cabello desordenado. “Pareces un personaje terciario,” pienso, y no sé si reírme o deprimirme más.
Salir de casa es un reto. A veces pienso que la puerta es un portal hacia otro mundo, uno en el que siempre me siento fuera de lugar. Las calles de la ciudad son un collage de sonidos: el silbido del camotero, los cláxones que parecen competir en una sinfonía descontrolada, y las risas de unos niños en un puesto de tamales. Camino rápido, no porque tenga prisa, sino porque necesito mantenerme ocupada. Si camino lento, pienso demasiado.
En el metro, las cosas no son mejores. La gente está apretada, las caras parecen fundirse en una sola expresión: cansancio. Un hombre tose a unos centímetros de mi cara, y me quedo paralizada por un segundo. Pienso en enfermedades, en gérmenes, en todo lo que podría pasar si me enfermo ahora, pero me obligo a apartar la mirada. Respiro profundo. No pasa nada. Estoy bien.
Llego a la universidad justo a tiempo para la primera clase. La voz del profesor es monótona, y la pluma en mi mano hace garabatos en el cuaderno que supuestamente debería llenar de apuntes. Mis pensamientos se vuelven una maraña. ¿Por qué sigo viniendo aquí? ¿De verdad quiero esta carrera? Mi corazón late más rápido. ¿Qué pasa si fallo? Me rasco la piel del brazo, un hábito automático. La ansiedad me asalta en oleadas, pero sonrío cuando alguien me mira. Estoy bien. No pasa nada.
En la noche, de regreso en casa, mi cuerpo está agotado, pero mi mente no para. Pienso en la grieta del techo, en el café que me tomé esta mañana, en el hombre que tosió en el metro. Me pongo los audífonos para callar mi cabeza, pero la música solo es un eco de lo que siento: ruido constante.
Antes de dormir, me miro en el espejo del baño. La luz amarilla me hace ver peor de lo que ya siento. Me lavo la cara y apago las luces. Me tumbo en la cama y cierro los ojos, deseando que mañana sea diferente.
Sé que no lo será.