El despertador suena, pero no lo apago. Me quedo mirando el techo, sintiendo el peso de cada segundo que pasa. Mi cuerpo no quiere moverse, y mi mente me lo confirma: ¿Para qué levantarte? Nada cambia. Todo sigue igual.
Esas palabras, dichas en mi voz interior, no suenan como mías. Parecen susurros de alguien más, alguien que siempre está ahí, en las sombras, esperando el momento perfecto para atacar. Me froto los ojos y me obligo a sentarme. La habitación está igual de fría y desordenada que siempre. Respiro hondo.
"No pasa nada", susurro para romper el silencio.
En el camino al metro, un auto pasa rápido y me salpica con agua sucia. Miro mi pantalón empapado y las manchas que se forman, pero no me molesto. Ni siquiera siento ganas de maldecir. Solo sigo caminando, como si fuera un robot programado para ignorar lo inevitable.
En el vagón del metro, el gentío me encierra como si fuera una pared viviente. Un hombre se empuja para pasar y me pisa el pie.
—¡Eh, cuidado! —me dice, como si fuera mi culpa.
—Perdón. —Lo digo en automático, porque no quiero problemas.
Me quedo mirando el reflejo en la ventana sucia. Mi cara se ve borrosa, desdibujada entre las luces intermitentes de los túneles. ¿Por qué siempre tienes que disculparte?
El pensamiento me golpea, pero no le doy espacio. Solo cierro los ojos y espero que la estación llegue pronto.
En la universidad, todo sigue igual, pero hoy los sonidos parecen más fuertes. Las risas de mis compañeros retumban como eco en mi cabeza, y cada comentario parece cargado de energía que no tengo.
—Oye, ¿vienes a la fiesta del viernes? —me pregunta Diego, mientras revisa su celular.
—No creo. Tengo cosas que hacer. —Otra mentira más.
Diego hace un sonido de decepción, pero no insiste. Sé que no lo hace por consideración, sino porque no le importa lo suficiente como para preguntar más. Me quedo en mi lugar, fingiendo revisar mi cuaderno. Eres un aguafiestas. Siempre lo has sido.
Los pensamientos se cuelan sin permiso. Mi cabeza se llena de preguntas y críticas. ¿Por qué no intentas socializar? ¿Por qué siempre te escondes? Nadie te soporta. Nadie te va a soportar.
—Todo bien, ¿verdad? —pregunta Mariana al pasar.
Levanto la vista y la miro, parpadeando. ¿Cómo sabe que algo no está bien? ¿Es tan obvio?
—Sí, claro. Todo bien. —Fuerzo una sonrisa que parece convencerla, porque asiente y sigue su camino.
Me quedo con las palabras atascadas en la garganta, deseando haber dicho algo más. Pero, ¿qué podría decir? Todos tienen sus problemas. Nadie tiene tiempo para cargar con los míos.
De regreso en casa, mi mamá me pregunta cómo me fue.
—Bien. —La misma respuesta de siempre.
Cierro la puerta de mi habitación, y el silencio me golpea como una ola. Me tiro en la cama, mirando el techo. El peso en mi pecho está ahí otra vez, pero ahora se siente como si alguien estuviera apretando lentamente. Mi respiración se acelera, y por un momento, pienso que no puedo soportarlo más.
Las ideas intrusivas llegan sin aviso. ¿Y si no despiertas mañana? Nadie lo notaría al principio. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se den cuenta? ¿Días? ¿Semanas?
Sacudo la cabeza con fuerza. No puedo pensar así. No debo. Me siento y agarro el celular. Abro una app cualquiera, buscando distracción. Pero la pantalla solo me muestra vidas que no reconozco, rostros felices que me hacen sentir más vacío.
—No pasa nada. —Lo repito en voz baja, con los ojos cerrados.
No pasa nada. Todo está bien.
Pero la verdad es que no lo está.