El sol se cuela por las cortinas, golpeándome directamente en los ojos. Mi cabeza late como si alguien estuviera golpeándola con un mazo, y la boca me sabe a tierra. La resaca es como un castigo que me recuerda que anoche cometí errores, aunque no necesite el recordatorio; mi madre ya se encargó de eso.
—Levántate de una vez —grita desde la cocina—. No puedes pasarte la vida siendo un inútil. Hoy sales a buscar trabajo.
Me pongo de pie con el cuerpo entumecido, y mientras trato de despejarme, entra en mi cuarto con una expresión dura.
—Dani necesitaba que la cuidaras ayer. Pero claro, para ti, divertirte es más importante.
Desde el pasillo, mi hermana me mira con un brazo enyesado y una mezcla de enojo y decepción en los ojos. No dice nada, pero tampoco hace falta. Mi pecho se siente más pesado.
—¿Qué esperas? ¡Muévete! —grita mi madre de nuevo.
Camino por las calles con la mente hecha un caos. Una parte de mí quiere encontrar un trabajo, cualquier cosa para calmar el enojo de mi madre y evitar esas miradas de Dani. Pero otra parte simplemente quiere desaparecer.
En una esquina, casi por casualidad, la veo: Lucero. Está sentada en una banqueta, con un cigarro entre los dedos y una mirada perdida en el horizonte.
—¿Qué onda? —me saluda cuando me acerco.
Me siento junto a ella sin decir mucho. Platicamos un rato, nada profundo. Me cuenta que dejó la prepa, que vive sola, que su familia no la busca mucho. Por primera vez en días, no siento que tengo que explicar nada.
—¿Quieres una cerveza? —pregunta de repente, sacando una lata de su mochila.
Dudo, pero termino aceptando. El frío del líquido y el amargor llenan mi boca, y poco a poco, la tensión en mi pecho empieza a disiparse.
Las horas pasan entre risas y conversaciones. Por un rato, olvido todo: el regaño de mi madre, la mirada de Dani, incluso mis propios pensamientos oscuros. Me siento ligero, como si pudiera ser otra persona.
Entonces Lucero saca algo del bolsillo de su chamarra. Es una pastilla pequeña y blanca.
—Tómala —me dice con una sonrisa cómplice—. Te va a ayudar. Vas a sentirte como si nada importara.
—¿Qué es? —pregunto, aunque no sé si quiero saber la respuesta.
—Algo para escapar de la realidad.
Me mira, esperando. Por un momento, pienso en decir que no, pero entonces recuerdo todo: el peso, la ansiedad, el vacío. Y tomo la pastilla.
Lo siguiente es un torbellino de imágenes y sensaciones. No sé cuánto tiempo pasa ni cómo llego hasta donde estoy. Cuando abro los ojos, estoy en un lugar desconocido.
El cuarto es pequeño, con paredes descascaradas y una ventana que deja pasar la luz de la mañana. A mi lado, Lucero está dormida, con el cabello enmarañado y una expresión tranquila.
Mi cabeza sigue pesada, pero esta vez no es solo la resaca. Es algo más, algo que no sé cómo nombrar. Miro el techo y trato de recordar, pero los recuerdos son fragmentos desordenados, como un rompecabezas al que le faltan piezas.
¿Qué hice?
Me levanto despacio, cuidando no despertarla, y camino hacia la ventana. Afuera, la ciudad sigue viva, indiferente a lo que me pasa. Me siento atrapado, como si no pudiera volver a ser quien era antes.
Y por primera vez en mucho tiempo, me pregunto si realmente quiero volver a serlo.