Efraín Mendoza tenía catorce años y una vida aparentemente completa. Vivía con su padre en una mansión elegante al norte de Atlanta, en un vecindario donde las rejas eléctricas eran más altas que los árboles y los buzones parecían decorados por diseñadores de interiores. Era un chico de complexión delgada, con el cabello oscuro siempre algo desordenado, y unos rasgos afilados que le daban una expresión más seria de lo que realmente era. Tenía un cuarto tan amplio como un departamento promedio, persianas automatizadas, un clóset que parecía una boutique y tecnología de última generación a disposición de un solo usuario: él.
Y, sin embargo, esa mañana, mientras sostenía un pequeño martillo de goma, todo su mundo se resumía a un marco.
Había pasado un buen rato eligiendo el lugar exacto en la pared. Lo centró cuidadosamente, chequeó la inclinación varias veces y por fin lo colgó. Detrás del cristal brillaba una fotografía reciente de su equipo de béisbol: catorce chicos vestidos de blanco y azul, sonriendo con orgullo bajo el cielo de otoño. Efraín aparecía en el centro, sosteniendo el bate con una expresión decidida que contrastaba con la risa del resto.
Se apartó un paso para ver el resultado final y sonrió. La imagen no solo representaba un partido, sino un momento en el que todo parecía ir bien. Una pequeña victoria personal.
Se giró buscando con quién compartir esa satisfacción.
En la cama, completamente estirado sobre las sábanas grises, dormía Mico, su gato persa blanco de expresión eternamente harta. El animal ni se inmutó ante el entusiasmo de su dueño.
—Oye, Mico —dijo Efraín con una sonrisa torcida, levantando un poco la voz—. Deja de dormir por un momento y mira lo que acabo de hacer. ¿No es genial?
Mico levantó apenas una oreja, se estiró con lentitud, abrió los ojos un segundo... y volvió a cerrarlos con un bostezo monumental, como si acabara de terminar su jornada laboral.
Efraín entrecerró los ojos.
—Lástima que no lo sepas apreciar... qué mala onda —murmuró, sacudiendo la cabeza con fingida indignación.
Caminó hasta la pecera que tenía en el escritorio, donde dos peces naranjas daban vueltas sin mucho sentido. Les apoyó un dedo sobre el vidrio, apenas marcando una línea invisible.
—Al menos ustedes sí están en la onda... ¿verdad?
Como era de esperarse, los peces ni lo registraron. Uno nadó hacia la esquina opuesta y el otro se quedó suspendido frente a su propio reflejo, como si meditara su existencia. Efraín soltó un suspiro mientras tomaba el peine y se alisaba el cabello con movimientos rápidos, acostumbrados. Ajustó el cuello de su camisa blanca, revisó si los botones del suéter estaban alineados y observó su reflejo con mirada crítica. El uniforme del colegio no era especialmente cómodo, pero al menos lo hacía lucir presentable. Peor sería tener que usar corbata.
En ese momento, una voz se elevó desde la planta baja con tono firme y maternal:
—¡Efraín, el desayuno está servido!
Él alzó la voz, respondiendo con fuerza para que lo oyeran:
—¡Ya voy!
Dejó el peine sobre el escritorio, le lanzó una última mirada al marco que colgaba orgulloso en la pared, y salió de la habitación con paso decidido, sin notar que Mico había abierto un ojo para verlo partir.
Al otro lado de la casa, más allá del vestíbulo y las columnas decorativas, Pedro Mendoza estaba sentado en su oficina privada, envuelto en el suave aroma del café recién hecho y el papel impreso. Las luces tenues y el silencio envolvente del espacio hacían que el resto del mundo pareciera lejano, casi ficticio. Sobre el escritorio de roble oscuro, varios documentos estaban ordenados por prioridad: contratos, presupuestos, informes de rendimiento trimestral. Pedro los observaba con la misma atención con la que un cirujano revisa su instrumental. No era el tipo de hombre que dejaba cabos sueltos.
Se había ganado todo lo que tenía con tiempo, disciplina y un instinto casi quirúrgico para los negocios. Lo suyo no era el azar. Había visto caer a muchos: amigos, colegas, socios que construyeron imperios sobre castillos de arena. Él eligió otro camino. No quería solo riqueza. Quería seguridad. Un legado. Una vida en la que su hijo pudiera apoyarse sin temor a que el suelo cediera bajo sus pies. Y, sin embargo, había algo que ningún plan financiero podía cubrir: el tiempo que no se vive.
En las últimas semanas, las horas se le escurrían entre llamadas, reuniones y responsabilidades. Efraín crecía rápido —demasiado rápido— y aunque el chico rara vez se quejaba, Pedro sabía que su ausencia comenzaba a sentirse. En el tono de sus respuestas. En los silencios. En los desayunos compartidos sin conversación real. Suspiró sin querer mientras colocaba una carpeta dentro de su maletín negro. Era el proyecto nuevo: una propuesta ambiciosa que necesitaba ser presentada esa misma mañana. Ajustó la corbata frente al espejo del fondo, se pasó la mano por el cabello cuidadosamente peinado hacia atrás y regresó al escritorio para cerrar el broche del portafolio.
Entonces, tres suaves golpecitos en la puerta interrumpieron su concentración.
—Sí, adelante —dijo, sin mirar.
La puerta se entreabrió con discreción y apareció Vicky, el ama de llaves. Siempre puntual, siempre cordial.