—Despierten, llegamos.
Me esforcé en abrir los ojos y solté un largo bostezo. Abrí la boca en sorpresa a lo que vi por la ventana.
La selva.
Una mitad estaba repleta de árboles y arbustos, la otra estaba despejada y podía apreciarse una enorme laguna. Tarapoto.
No esperé más tiempo y salí del auto. Giré sobre mis pies, con los brazos estirados, la nariz elevada y los ojos cerrados. Era como oler glade silvestre pero sin nada artificial.
Este lugar solo lo había visto en fotos, y no creí que fuera así de sorprendente.
Se podía notar que era mi primera vez lejos de la ciudad.
Algo rasposo me obligó a bajar los brazos, y me retuvo en esa posición. Abrí los ojos y me exalté al descubrir que había sido atada por una soga.
—¿Qué carajo…?
Mis amigas y Juan se pararon frente a mí, todos sonrientes.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué me ataron? —Intenté soltarme, pero estaba tan ajustado que cualquier intento me causaba raspones en la piel.
Carla dio un paso adelante.
—Sabíamos que no estarías de acuerdo, así que tuvimos que llegar a esto. —Puso sus manos en la cintura—. Mino, ven aquí.
Mi amigo no tardó en llegar junto con Laura. Ambos se colocaron cerca a Carla.
—¿En qué no estaría de acuerdo? —cuestioné, al borde de la desesperación.
Empecé a suponer todo tipo de cosas. ¿Planeaban venderme a los selváticos? ¿Tal vez comerme? ¿Qué demonios querían hacerme?
—Queremos… —Que no sea comerme, que no sea comerme—. Un hijo de Mino.
—¡Caníbales! —grité. Parpadeé rápidamente y fruncí el ceño—. ¿Qué dijiste? ¿Un hijo?
¡¿Mis amigas estaban tan enfermas que querían procrearse con mi mejor amigo?!