La señora María y su ayudante Chiara entran cada quien con una bandeja en sus manos.
—Señor y señora Zanetti, niña Camilla, es un gusto tenerlos de visita de nuevo —nos saluda María, la anciana ama de llaves de la familia Lombardo.
—El gusto es nuestro —responde mamá con amabilidad. La mujer nos conoce desde hace años, ya que papá es socio de Orazio, el dueño de casa, mismo que ahora sostiene un cigarrillo entre los labios. Su aspecto, robusto aunque prolijo, discierne mucho con su mala actitud. Siempre tan falso y descortés. No importa que intente disimularlo. Para mí es tan transparente como el agua.
—Ya apaga eso —exige Bianca, su esposa, cuando dejan el plato con lasaña enfrente de él. Este murmura algo entre dientes antes de obedecer y apagarlo con el cenicero— Y cuéntame, Enzo, ¿cómo va Tatiana?
Tatiana, la esposa de mi hermano, está de siete meses y hoy tenía consulta rutinaria. Enzo había discutido con papá toda la semana para no venir a este almuerzo.
Por obvias razones, para mi hermano era mucho más importante estar con ella que en esta comida. Pero finalmente lo convenció la insistencia de mi padre. Sobre todo Tatiana, quien le recordó que ya han tenido miles de otras visitas con su médico donde le repite cosas que ya sabe y revisa exactamente lo mismo cada vez.
—Bien. Por suerte bien —el recordatorio sobre en dónde desearía estar, lo ensombrece—. Gracias por preguntar.
Bianca no tiene malicia, le preguntó inconsciente del gran peso y significado que tiene este embarazo para Enzo. Como para cualquier padre primerizo, claro.
La clave está en lo que les ocurrió hace dos años. No se lo dijimos a nadie; no estoy segura de que él lo haya superado. Nunca quiso hablarlo conmigo y lo he respetado desde el inicio.
La esposa de Orazio solo asiente. Es la única en su familia que me agrada. Por lo mismo, no logro concentrarme en la plática que mamá continúa, por la otra parte de su estirpe que la acompaña y que, de hecho, está sentado justo frente a mí. Angelo Lombardo. Su único hijo y el estorbo más grande que he conocido.
Se concentra en su comida sin siquiera haber intentado entablar una conversación pese a que llevamos dos horas en esta mesa. Típico de él. Siempre metido en su propia cabeza sin enterarse de que el resto de los humanos existen.
Por culpa de nuestros padres, nos conocemos desde que yo tenía once y él trece años. Y nunca, ni una sola vez, me ha tratado como a una amiga, a pesar de todo el tiempo que hemos compartido obligados a relacionarnos. Al inicio intenté avivar una amistad, pero acabó cuando estando en un parque al que papá y Orazio nos llevaron, rechazó la mitad de mi barra de chocolate y, viéndome con una mueca dijo: Límpiate la boca y…la cara. Estás manchada en todas partes.
Mi sonrisa se desvaneció, él me dio la espalda con su celular último modelo en la mano y desapareció tras su padre.
Después de eso, le siguieron un par de comentarios más que me ofendían sin parar. “¿Siempre hablas gritando?” “Ese sabor de helado es espantoso” “¿Por qué no intentas estudiar algo menos extraño que fingir ser un personaje?”
De hecho, puedo agradecerle algo. Así aprendí a defenderme, incluso se las he devuelto mucho peor. Aunque nunca termina de parecer ofendido en serio. Es un chico un poco extraño. De eso estoy segura, tanto como de que no lo soporto.
—¿Y la nuestra? —ríe papá— ¿Lo recuerdas Alessia? Fue una locura.
—Sí cariño, lo fue. Incluso uno de tus amigos de Europa intentó entrar con su camello y cuatro gatos. Nunca olvidaré la expresión del recepcionista.
—Debo confesar que no conocía al tipo —se muerde el labio—, aunque todo empeoró cuando Bruno se aventuró a nadar dentro de la fuente de agua.
Bruno es mi tío. Tiene cinco años más que Angelo y es todo un caso de estudio psicológico. Le fascina incomodar y salir de fiesta cada fin de semana, aún así, nunca descuida su tienda. Porque sí, es el dueño de una enoteca, es una tienda especializada en vinos.
Él es el que más me consiente, por lo tanto, mi favorito. Enzo siempre dice que por su culpa soy una malcriada a veces, pero tanto él como papá se han encargado de que nunca me falte nada pues, no hemos sido ricos toda la vida. La familia Zanetti pasó por una pobreza que yo nunca presencié. De hecho, papá vivió así desde pequeño.
Durante las reuniones familiares, suelen decir que las cosas fueron mejorando con pasos agigantados hasta llegar a hoy; no queda rastro de aquella vida miserable que cada cierto tiempo lamentan. Yo bromeo diciendo que mi nacimiento les trajo suerte y fortuna.
Intento sumarme a la charla. La pareja carcajea y continúan con las anécdotas de sus bodas desastrosas. Mamá dice que a la nona Rogelia le cayó medio pastel encima del vestido y que mi nono resbaló con la crema en su intento por ayudarla. Al final acabó en el hospital con el tobillo torcido.
Las bodas de los Zanetti son sinónimos de catástrofes, de hecho, ya es una broma interna para nosotros, porque siempre sucede algo.
Angelo por fin termina su lasaña y se pone de pie.
—Buen provecho a todos —intenta irse pero Orazio habla antes.
—Angelo, espera. Debemos hablar contigo. Siéntate.
—¿Debemos? ¿Quiénes? —apesar de la pregunta, obedece.
—Ambos —esta vez, mi padre responde y suspiro. Me acomodo en el respaldo, lista para ver alguna película mental, pues Angelo trabaja en la empresa de su padre y el mío solo le habla cuando se trata de negocios o números. Esto durará horas y va a ser muy aburrido.
—Y también con Camilla. Es importante.
Enderezco la espalda de inmediato. Sí, esto ya no es común.
—¿Conmigo?
Si papá nunca habla con Angelo, definitivamente el señor Orazio tampoco suele tener interés en hablar con una joven actriz de dieciocho años como yo.
—Sí, hija. Es algo que los incumbe a los dos.
Finalmente, con Angelo hacemos contacto visual. Sus ojos oscuros me perforan como si yo fuese un insecto que quiere aplastar, así que imito el gesto.