¡yo me opongo!

7. Despedida de solteros

Nunca había probado vodka o whisky o cerveza o… ya ni siquiera sé qué he metido en mi cuerpo. Pero no me arrepiento. No recuerdo por qué estaba tan nerviosa y asustada cuando inició la fiesta.

Resulta que mamá conoce mi situación, no tengo amigas, así que, junto a Bianca, papá y Orazio, reservaron dos discotecas abiertas al público con el enorme letrero de neón parpadeante y letras que forman un gran “Despedida de solteros”.

Enzo insistió en acompañarme para poder cuidarme, sin embargo, no soy tan idiota como para permitir que mi hermano mayor controle lo que hago durante el agasajo final a la soltería. Lo mandé al diablo antes de pedirle, con poca paciencia, que confiara en mí; luego, en un bajo intento de mi parte por manipularlo, mencioné que Tatiana y su embarazo lo necesitan más que yo. Rodó los ojos ante la persuasión poco disimulada, pero cedió.

Así que, excepto mis tres invitados, Noe, Dario y la prima Elsa, nadie aquí sabe quién es la novia. Un alivio, en verdad. No me gusta ser el centro de atención ni que cientos de personas me feliciten por una boda que me produce ansiedad. Aunque la corona de flores blancas y el mini vestido a juego podrían delatarme. Al menos me luce fenomenal.

—¿Cómo es posible que estés tan cerca del novio? —se indigna Noelia.

—Es cierto, en una verdadera despedida debería estar cada quien por su parte —la apoya Elsa.

—Luego tendrán el resto de sus vidas para estar pegaditos.

Atribuyo las náuseas a las palabras de Dario en lugar de al alcohol.

—Es lo que pudieron conseguir nuestros padres —me encojo de hombros—. Fue todo muy sobre la hora.

Bebo un último sorbo de mi vaso antes de dejarlo sobre la barra.

—¡Hay que seguir bailando! —exclamo sobre la música ensordecedora, sin rastros del mal humor que ha caracterizado mi actitud los últimos días.

Han pasado solo dos horas y me siento tan ebria que podría aprender a volar. Eso no impide que esté pendiente de mi prima Elsa. El tío Ernesto me ha pedido que controle lo que bebe. Tiene un año menos que yo y, al menos esta noche, únicamente tiene permitidas las gaseosas. O agua, lo que prefiera. Sospecho que su madre, Dafne, también metió mano en esa decisión.

El lugar es grande, en el bar de enfrente está la despedida de Angelo, igual de abarrotada que esta.

Puedo verlo en mi cabeza, sentado en uno de los sofás grises que están apoyados contra la pared, fumando un cigarrillo y tirando de los pelos en su nuca por el agobio. No le gusta el descontrol de una fiesta, lo sé. La única vez que estuvimos juntos en una que organizaba el colegio —mismo al que fui solo un año—, se marchó a los diez minutos porque un chico vomitó en el baño. Ni siquiera lo vio, solo supo que eso había pasado y, con una mueca disgustada, se tomó un taxi. Puede que yo no sea la persona más divertida del mundo, pero sé aprovechar una fiesta cuando estoy en ella.

Salto y bailo moviendo las caderas, río sin parar, no intento evitarlo, la libertad que me queda circula por mi sangre con júbilo. Los hermanos son muy graciosos, parecen tener un baile en el que nos incluyen con mi prima. Se siente genial. Dario acaba haciendo pasos sin sentido y carcajeamos.

Al cabo de… no sé cuánto tiempo, me tambaleo hasta la barra y vuelvo a llenar mi vaso. La corona en mi cabeza está chueca y la acomodo. El sudor corre por mi frente, miro la salida y camino hasta allí. Necesito aire o me asfixiaré. Salgo como puedo entre los cuerpos pegajosos.

Me voy a un costado. La brisa es como un paño frío en todo mi cuerpo, inhalo con los ojos cerrados y los brazos abiertos, evitando pensar en los cinco días que quedan para la boda. O para aceptar la propuesta del tío Bruno, claro.

—¿Practicando para un papel de estatua?

Su risa lunática me hace sobresaltar y abrir los ojos.

—¿Angelo?

Continúa riéndose de su propia broma. Ladeo la cabeza y apoyo la espalda contra la pared, boquiabierta. Lleva una camiseta con el estampado de “Game over” y, debajo, tiene una novia llevando de la correa al novio. No controlo la risa mientras lo apunto.

—¡Es genial!

—Oh, sí, Teo me lo obsequió.

Él tampoco contiene la carcajada. No solo es eso, una corbata atada a la frente y el rostro rojo por el alcohol lo hacen lucir ridículo. En absoluto, jamás lo hubiera imaginado así esta noche.

—¿Estás ebrio?

Asiente sin parar.

—Y mucho.

—No es posible. Si tuviera mi celular te grabaría. Esto debe quedar documentado en alguna parte.

Toca su bolsillo como si le fuera la vida en ello.

—Aquí tengo el mío.

Se lo quito y comienzo a grabarlo.

—Haz algo gracioso —me pesa la lengua, pero consigo hablar luego de hipar.

—De acuerdo, filma esto.

Separa las piernas, eleva los brazos e intenta hacer una voltereta al aire. El resultado es vergonzoso y me burlo.

—Qué horror, ¡hazlo de nuevo!

Su figura es más atlética de lo que debería ser la de alguien que trabaja todo el día sentado en un escritorio. Algo irrelevante a destacar ahora mismo, aunque inusual.

Lo repite como tres veces, lo sigo mientras acabamos en la esquina de las discotecas. Cuando decide que está lo suficientemente cansado y mareado, se acerca a mí entre tropiezos. La corbata se le ha caído en medio de las piruetas, yo no he dejado de reír, me observa alegre hasta que termino con la mano en el estómago dolorido.

—Oh, por Dios, eso fue tan gracioso.

Eleva un hombro, restándole importancia.

—Las acrobacias son lo mío.

—Pero si te han salido espantosas.

—¡No es cierto! —parece indignarse, pero no borra la sonrisa. Su cabello castaño desordenado y el gesto ligero me tienen, sencillamente, embelesada. ¿Por qué no bebe más seguido? Es injusto que decida, por voluntad propia, no sonreír nunca. Su atractivo aumenta de cuarenta a cien.

Y no acabo de pensar eso.

Sacudo la cabeza. Necesito centrarme con urgencia.



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En el texto hay: romance, diversión, matrimonioarreglado

Editado: 08.12.2025

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