Pero hasta ahora, los amigos y las parejas, eran cosas con las que podía vivir. Aunque muy por dentro sabía que no era justo que la vida jamás me sonriera, aprendí a vivir con ello, con la esperanza de que algún día encontraría a alguien que me entendiera.
Pero si había algo que fue lo que prácticamente empezó a enfermarme el alma, fue el tema académico. Yo sé perfectamente que Daiana se esforzaba por conseguir un gran rendimiento escolar. Hacía lo que tenía que hacer y le daba resultado, sin embargo, la suerte también jugaba su papel. ¿porque hablo de esto? Porque, si bien la empatía no es algo que compartamos, la inteligencia si lo es. Yo en la escuela no era malo, era realmente listo. Mi problema era que las tonterías que te enseñaban siempre me resultaron aburridas e innecesaria salvo una que otras materias fundamentales. Y en esto último sé que no me equivoco porque muchos piensan como yo. Y también sé que Daiana era lo suficientemente lista para darse cuenta de ello. Aun así, ella sacaba las mejores calificaciones. Yo me tenía que conformar con aprobar a duras penas a fin de año. Lo hacía porque la única forma de motivarme a estudiar esas materias ridículas, era con la presión de saber que, si no rendía bien, perdería el año. Era como entrar a un partido de futbol. Mientras que en un amistoso tu única motivación es jugar solo por amor al deporte, en la final de un torneo juegas para no perder. Tienes que ganar y esa es la motivación. El problema es que, a mí, ni el fútbol ni la escuela me gustaban. No tenía motivación salvo en las materias que me interesaban como Historia y Química. Y a ambas las aprobaba de punta a punta, pero eso jamás nadie me lo reconoció. Solo se centraban en lo que no conseguía.
Daiana podía estudiar de la misma forma eficiente todas, incluso con las que odiaba. Ella podía estudiar todo el año y a fin de año par aprobar con buenas calificaciones porque su cerebro estaba más predispuesto a actuar. ¿porque ella podía y yo no? me resultaba tan injusto e irritante que mi cerebro también fuese defectuoso.
Tal vez no me hubiera molestado tanto, de no ser por las estúpidas comparaciones. Las constantes críticas de mis padres solo me recordaban lo malo que era a diferencia de Daiana.
Eso era lo que realmente me molestaba. Las comparaciones. Parecía que se veían obligados a compararnos, a analizarnos, a remarcar nuestras diferencias.
Yo sé porque lo hacían, porque eso les justificaba y les recordaba porque amaban tanto a su hija. Tenían una demostración, una prueba de lo que era la hija perfecta y de lo que no lo era. Era el buen resultado de su creación. Yo era el experimento fallido.
Como si todo aquello no fuera suficiente, además les gustaba humillarme públicamente. Jamás entendí esa actitud tan paupérrima de su parte. ¿Acaso no pensaban en lo que yo podría sentir? Parece que no, porque en los cotidianos cotorreos entre mamá, mis tíos y abuelos, siempre se hablaba de lo maravillosa que era Daiana y cuando se acordaban de mi era solo para recordarles lo diferente que yo era. Solo me utilizaban para compararme con mi hermana. Yo sé que no me odiaban, pero si hay algo que es peor que te odien, es que ni siquiera te tengan en cuenta.
Lo que más me dolía era que yo, odiaba a muchas personas, pero no podía odiar a Daiana. Aunque sabía que no era justo que la vida jamás me tirara un rayo de esperanza; jamás pude culpar a Daiana, porque como bien dije, ella solo vivía su vida según sus parámetros. Hacía lo mismo que yo, pero sus parámetros estaban aceptados socialmente, y los míos no. Eso me fastidiaba. Pero no era ella, era la puta sociedad que no valoraba mis principios. La maldita injusticia que se empecinaba en poner los parámetros de Daiana, su forma de ver el mundo en la excelencia y a los míos de descartarlos. Como si fuera un maldito inadaptado social.
Me forcé a odiar a mi hermana, pero no podía, porque ella no era la culpable. Además, yo también la quería, porque fue una de las pocas en ver mi potencial y no juzgarme. Al contrario, intentó ayudarme a "mejorar". Pero lo que no entendía es que yo, no necesitaba mejorar, porque yo no había hecho nada malo, simplemente era lo que era. Igual que ella. Solo que ella era más agradable a los ojos del mundo y yo era más ajeno.
Viví muchos años así. Hundido en mi profundo resentimiento. Tuve caídas en depresión, me recluí socialmente. Papá y mamá jamás se preocuparon por mi estado anímico. Por verme tan apartado de todo. A ellos les bastaba con darme lo que pedía para no tener que lidiar con su otro hijo, el ignorado, el raro.
Mis constantes fracasos en mis proyectos, en las fórmulas que desesperadamente inventaba para encontrar un camino que seguir en este universo rodeado de auténticos locos, solo me hacían ver que nada tenía sentido.
Probé con hacer diferentes cosas, pero ninguna me llenaba. Me sentía tan vacío, tan extraño y tan podrido por dentro. Llego a un punto sin retorno en el que veía la vida y no veía nada. Veía el pasado y solo veía dolor. Veía el futuro y solo veía miedo.
La vida no tiene sentido. Esa frase se volvía tan real con el pasar del tiempo.
Caí en la cuenta de que, la única persona que podría ayudarme, era yo mismo. No podía esperar nada de nadie, porque nadie miraba el mundo como yo lo miraba. Estaba solo, y no podía negar lo que era. Intentar negarme a mí mismo era más destructivo. Pero tampoco podía obligar al mundo a aceptarme tal y como era
¿entonces que podía hacer? Si no podía solucionarlo, ¿qué hacer al menos para aliviar este dolor?
Fue en torno a esta pregunta que comencé a formular una serie de hipótesis y llegué a una contundente conclusión. Debía eliminar lo que me hacía daño. Aquello que me hacía infeliz, debía quitarlo de mi vida. Tenía que hacerlo porque si seguía conviviendo con mi propio resentimiento, entonces, si me volvería loco. Debía salvarme de esta locura.