La muchacha se presentó al día siguiente en su casa y le entregaron un canasto de mimbre tapado con un primoroso mantel bordado a mano. Le dieron en un papel la dirección exacta donde debía hacer la entrega. La primera orden que tenía era jamás mirar el contenido y no hablar con nadie acerca de eso. Si cumplía con esto hasta los veintiun años, tendria el honor de casarse con el maestro Hans.
Le entusiasmaba la idea de salir una vez a la semana por lo que cumplió obedientemente a la tarea encomendada, aunque tuviera que hacer a pie más de veinte cuadras ida y vuelta. Salía todos los miércoles a las ocho de la mañana, caminaba sin descanso hasta el callejón designado, tocaba tres veces y abrían una puerta destartalada, no sin antes espiar por la mirilla para ver de quien se trataba. No siempre abría el mismo, eran dos o tres tipos que no hablaban, no sonreian, no saludaban. Simplemente le arrebataban el canasto, cerraban la puerta y ella debía esperar hasta que se lo devolvieran. Hecho esto volvía a desandar por las mismas calles. En ocasiones, aprovechaba para hacer unas pocas compras que le encargaba su abuela, en realidad hacían trueques. Llevaba miel o frutillas o algún pañuelo bordado a cambio de unas frutas o golosinas que tanto gustaban a Douglas. Todos estos movimientos observaba el hombre de la capucha gris aquel día que se le acercó en el parque. Ya llevaban seis meses investigando a uno de los mayores y más peligrosos narcotraficantes de la zona: Hans Weber. Como su comunidad estaba encapsulada para que ingresaran tuvieron la idea de contactar con alguien que estuviera adentro. El oficial Connor era el jefe de la operación y tenía como misión descubrir como llegar a las redes que había establecido Hans Weber. Junto a su compañero Luke Clarke montaron un operativo de vigilancia de veinticuatro horas para tratar de establecer como operar. Se turnaba doce horas cada uno para apostarse a una distancia en la que no pudieran ser descubiertos y observar todos los movimientos en el gran portón negro.
Jamás vieron a Hans pero sospechaban que llegaba y salía en un jeep blindado y de vidrios polarizados para que no lo vieran. Pocas personas salían y entraban con periodicidad hasta que establecieron que alguien si se movilizaba semanalmente. Jason Connor siguió a la muchacha a una distancia prudencial. La primera vez que caminó tras ella la única parte de su cuerpo que pudo observar todo el trayecto fue su cuello y unos mechones rebeldes de color castaño que se escapaban del pequeño gorrito que siempre cubría su cabeza. Hacía siempre el mismo recorrido hasta llegar al callejón y a la puerta despintada. No parecía haber nada malo, allí entregaba el canasto y esperaba a que se lo devolvieran. No podía acercarse más porque era peligroso que lo descubrieran. En esas esperas hasta que le devolvían el canasto, aprovechaba para observarla. No llevaba nada de maquillaje pero siempre tenía rosados los labios y bien marcadas las pestañas que enmarcaban unos grandes ojos marrones claros que reproducían la luz de la mañana. La muchacha se sentaba de a ratos en un banco mal hecho y un par de veces la vio coger un libro del ancho bolsillo de una especie de delantal en su regazo y devorar sus páginas como si fuera lo último que le tocara hacer. Miraba las muecas que hacía, fruncía el ceño, arrugaba la recta nariz y de a ratos levantaba la mirada sin rumbo, perdida en sus ensoñaciones. Podía adivinar las curvas de su cuerpo a pesar de lo holgado y largo de la vestimenta que usaba. Tenía gran curiosidad por ver su cabello al aire, suelto. Pudo ver el color por lo mechones que salían del gorrito pero nada más.
Con Clarke idearon lo del micrófono. Debían saber que ocurría en el interior de esa guarida. Al principio pensaron en hacerla dormir con cloroformo para evitar que los reconociera y llevarla a interrogar, pero al observarla durante tanto tiempo, Jason supo que era una muchacha sencilla e inocente que no hacía mal a nadie y que era víctima de las circunstancias. A pesar de ello corría peligro de ir a la cárcel por cómplice de un delito federal como lo era el narcotráfico. Debía idear una manera urgente de que saliera de ese medio en el que vivía. Empezó a impregnarse más de las costumbres y creencias de esa pequeña comunidad que se había propuesto aislarse del mundo. Ahí entendió lo del gorrito. Todas las mujeres lo llevaban, sobre todo las solteras y vírgenes ya que el cabello largo, sin cortar cada tantos años no debía ser visto por ningún hombre, salvo en el lecho matrimonial. Se alegró en el fondo por esto...al menos sabía que era soltera.
Ese día del encuentro planificó bien el lugar, debía ser una casualidad para que ella no sospechara. Clarke debía mantenerse cerca por cualquier cosa. Después de colocado el micrófono se fueron al furgón en el que tenían el equipo de escucha. Empezaron a grabar.
El oficial Luke Clarke era todo lo contario a Connor. Afable, risueño, la mirada siempre pícara, el chiste a la orden del día. Era el único amigo que Connor tenía, para él todo tipo de relación estaba fuera de su vida. Sólo vivía para su trabajo. Mientras que Connor portaba unos duros ojos azul oscuro y tenía el entrecejo fruncido la mayor parte del tiempo, los ojos verdosos de Clarke brillaban como si fuesen luces de Navidad. Eran tan diferentes pero se complementaban a la perfección. Ambos eran profesionales en su campo y se entendían muy bien. Eso los transformó en un gran equipo de trabajo y ésta era una de las tantas misiones que desarrollaron a lo largo de casi diez años de carrera.
—¿Como van las cosas con las chicas? —preguntó Clarke, ya habían estado varias horas de escuchas.
—Nada nuevo, Clarke. Esta misión me tiene agotado la mayor parte del tiempo. Solo llego a casa a dormir.