Las expectativas eran tan altas como las montañas que rodeaban el valle que prometía un futuro próspero para los Holliday y la familia que venía en camino.
Lamentablemente los sueños se fueron acabando, al igual que el capital para invertir y el oro. Las acciones de aquella mina cayeron tanto que ni siquiera vendiéndolas tendrían oportunidad de recuperar una cuarta parte de lo invertido. Así que antes de que fuera demasiado tarde, John vendió sus acciones cuando la economía decidió que valían unos centavos más y se marcharon en busca de un nuevo sitio para hacer su hogar. Pues con una hija nacida la situación no era fácil.
Así, llegaron al rancho de los Cassidy. Una hacienda prospera, de las más grandes del condado. Su dueño, Frank E. Cassidy, un hombre de color al que le fue heredada la propiedad luego que su anterior amo falleciera. Frank fue de los pocos de su clase que vivieron bajo el techo de un hombre justo en Washington, uno que veía a todos los hombres como hijos de Dios y que se esforzó por tratarles por igual. De manera que al no tener hijos, dejó todas sus propiedades a su único sobrino y el resto de sus esclavos, como se les conocía en ese entonces, en especial a su más apreciada y cercana compañía, en un agradecimiento por sus servicios cuando fueron declarados libres.
Desee ese día, Frank partió al Oeste, ya no como el hombre que fue esclavo, si no como un hombre libre que además portaba el apellido de quién le entregó su libertad antes de ser puesta en un papel. Años más tarde, una inmigrante Irlandesa que llegó a sus tierras junto a un grupo de hombres en busca de trabajo, se convirtió en señora de Cassidy.
Los Holliday habían escuchado por parte de otros sobre la abundancia de los Cassidy. Y que era de los pocos ranchos que se mantenían a pesar de las sequías.
Con la esperanza de encontrar trabajo y un poco de alimento, John buscó un trabajo resaltando su profesión como herrero.
Fueron días difíciles para los Holliday quienes se vieron obligados a una vida más que sencilla y trabajo duro, en especial para la señora Holliday quien, aunque nunca había trabajado en establos o las cocinas de una casa, se reusó volver con su familia y abandonar a su marido.
Gracias al buen trabajo que hacían y el favor que lograron obtener, ambas familias fueron forjando una amistad. Al igual que sus hijos.
Por parte de los Cassidy, tenían un par de gemelos. Owen, el mayor, y Daniel el segundo. Un par de muchachos apuestos de brillante cabello castaño claro y ojos esmeralda como su madre. Altos, fuertes y de tez bronceada, amadores de su tierra y el trabajo como su padre.
Y los Holliday, fueron bendecidos con dos niñas. Charlize y Ellen. Dos ángeles que eran el vivo retrato de su madre. Sin embargo muy distintas unas de la otra. Parecía como si Charlize, la mayor, fuera mucho más… Osada, como decía su madre. Siempre la encontraban en los corrales con los gemelos atendiendo los caballos y oliendo como ellos.
El tiempo y los ahorros crecieron lo suficiente como para que los Holliday pudieran hacerse de su propio lugar. Una granja en las afueras de Wickenburg fue el hogar para los años venideros.
John, gracias a una pequeña financiación del señor Cassidy, se convirtió en el herrero del pueblo. Ahora podría estar tranquilo sabiendo que su familia tendría el techo y sustento.
Lo único que perturbaba su paz era su pequeña hija Charlize. Demasiada energía e impetuosidad sacaban de sus cabales a cualquiera.
—No voy a enseñarte a disparar y menos a darte mi revólver.
—¡¿Y por qué?!
—¡Jovencita! Una señorita no habla así — reprochó su madre poniendo el trapo de la cocina con fuerza contra la mesa.
—Pero…
—No le reproches a tu madre. Ve a terminar de limpiar el establo — ordenó su padre con voz grave.
La chiquilla de cabellos dorados miró a su hermana menor que seguía preparando la masa junto a su madre. “¿Por qué a ella nunca la reprenden?” se preguntaba.
—Sí señor — dijo tomando el pañuelo rojo que llevaba a todos lados.
Luego que hubo cerrado la puerta, su madre dio un gran suspiro y su padre tomó un par de cosas y su sombrero.
—Hablaré con ella — prometió él.
—Mas te vale. Esa niña está cada vez peor. Es demasiado obstinada con el tema de las armas.
—Me recuerda a alguien — susurró a su oído antes de besarla y reír.
John le sonrió a su hija quien tenía las mejía llenas de harina. Siempre se preguntaba cómo es que habían tenido dos niñas tan dispares.
Encontró a la pequeña de cabellos rubios aclarados por el sol, barriendo el suelo y cambiando la paja.
—Lize.
—Ya se. Ya se. No voy a volver a preguntar por el rifle. Pero…
Le escuchó sorber por la nariz para continuar con su tarea. Charlize podía ser una niña berrinchuda en ocasiones, impetuosa y terca pero obediente al final.