Quizás llevaba cinco, diez o quince segundos ahí plantada en la puerta de su casa intentando entender que quien estaba ahí frente a ella en medio de la sala de su casa era él y no un espejismo.
Pero claro, no podía ser un sueño. En estos, Daniel siempre se veía igual. Sus botas, su sombrero marrón y sus pantalones polvosos montado en su caballo negro o a su lado retándose a esos tontos juegos de niños. Pero esta vez no. El Daniel de ahora usaba un traje nuevo, una camiseta pulcra que hacía relucir lo blanca que era. Botas nuevas y hasta podía apreciarse la fina cadena de un reloj de bolsillo guardado en la solapa de su chaleco.
No importaba si toda la familia estaba ahí. En su mente solo estaban ellos dos en el pequeño salón.
—Charli. Hola — saludó.
Su voz la trajo de vuelta. Nunca la había olvidado pero escucharle fue otro golpe de realidad. Incluso ese detalle había cambiado sutilmente.
—No es maravilloso — dijo Ellen quien apareció a su lado para tomarle de la mano y arrastrarla hasta la mesa—. A penas a llegado hoy. Ahora la familia está completa.
Sin saber cómo, ahora estaba sentada a la mesa con Daniel frente a ella. El resto seguía en sus conversaciones al tiempo que Annie y su hermana servían todo el banquete que habían preparado.
Era una verdadera sorpresa. No se decidía entre la felicidad o el enfado. La confusión hacía girar la habitación hasta hacer que su estómago se agitara.
—Me disculpan un momento, por favor — dijo levantándose.
Necesitaba aire fresco.
Corrió hacia el límite del río hasta detenerse en un árbol respirando de forma pesada con los ojos cerrados esperando que el mareo remitiera.
La pequeña choza que hace tiempo no usaban seguía ahí. Un recordatorio de que todo era cierto. Cinco años de espera y anhelos habían llegado a su fin. Ahora solo se preguntaba qué hacer.
—Charli. ¿Estas bien?
Aquella vos. Su voz. Tan distinta y al mismo tiempo tan familiar. Como si nunca hubiera dejado de oírla.
Se sostuvo del árbol para avanzar hacia el río y mojar su rostro. Todavía no tenía fuerzas para mirarlo.
Secó su rostro con la manga de su blusa antes de enfrentarlo. Pero lamentablemente tenerlo ahí, tan él, tan real, fue demasiado.
—Charli. Espera — escuchó decir mientras le sujetaba por el brazo para detener su paso.
Se plantó frente a él par alcanzar sus ojos. Un terrible error.
—Charli. Por favor…
El impacto de una bofetada le acalló al instante.
—¿Por qué Daniel? ¿Por qué? Cinco años y no escribiste nunca. ¡Nunca! ¡Ni una maldita carta! ¡¿Por qué?!
Quería golpearlo, gritarle por todo lo que sufrió pensando en que nunca volvería, matarle tal como había dicho. Pero era mejor aferrarse a la ira. Así, podía mantenerse frente a él sin desmoronarse.
El rostro de Daniel se ablandó mirando al suelo lleno de vergüenza. Ella seguía ahí esperando una explicación aunque podía apostar a que nada de lo que dijera podría remediar el daño.
—¿Sabes cuánto tiempo pasé esperando a que escribieras siquiera? Ya que parecía que no volverías nunca. ¡Cinco años! Cinco malditos años rezando porque estuvieras bien, esperando y tú solo apareces así de repente — decía temblando de ira—. Ojalá pudiera matarte pero no puedo — se quejó cerrando los puños.
Decidida a dejarlo ahí, se movió a un lado pero él volvió a detenerle.
—¿Es que no te alegra que haya vuelto?
—No — respondió mirándolo a los ojos—. Te hubieras quedado dónde estabas — masculló soltándose con brusquedad.
Pero lo peor, era que en realidad deseaba saltar a sus brazos y llorar de felicidad por su regreso. Y tenerlo tan cerca casi le hizo tambalear. Sin embargo, hacerlo significaba rendirse, dejar ver esa parte vulnerable de ella que en realidad era él.
Esa noche durmió en el granero. No tenía ánimos de soportar las especulaciones de su hermana ni las palabras sabías y bien intencionadas de su padre.
Cerró los ojos repasando la imagen perfecta de Daniel. El tiempo le volvió un hombre bien parecido, mucho más de lo que recordaba. Así como su voz. Un sonido que no deseaba olvidar jamás.
***
El regreso a Wickenburg no había sido una decisión fácil de tomar. Las minas en el norte prosperaron y al ser de los que estuvieron al lado del dueño al descubrir la beta, su inversión fue retribuida al 50%. Las ganancias le permitieron una buena vida y aún así no dejó de trabajar en los túneles. El trabajo duro era lo que su padre le enseñó desde pequeño y seguiría haciéndolo hasta su último día.