Rowan no era ingenuo.
Pero a veces se preguntaba si en el amor era tan inteligente como el mundo creía que era en los negocios.
Porque sí, lo amaba. Amaba a Mirah.
Había algo en él, algo que desafiaba su paciencia, que violentaba su pulso con cada berrinche, con cada mirada altiva o cada palabra venenosa que, al final del día, solo era otra forma torpe de pedir cariño.
Rowan había tenido amantes, muchos antes de Mirah, pero nadie que lo desordenara así.
Mirah era como un incendio que él dejaba propagarse solo por el gusto de ver hasta dónde era capaz de llegar antes de arder por completo.
Y aún así, lo amaba.
Tal vez no con la docilidad romántica con la que el mundo creía que debía amar...
No con cartas y promesas eternas.
Sino con esa silenciosa determinación de poseerlo, de no dejar que nadie más lo tocara o lo destruyera.
Pero incluso su amor tenía un límite: su orgullo.
Rowan era el heredero de los Alderwick. Un hombre con un apellido demasiado pesado, una reputación que no podía permitirse empañar con escándalos o ridiculeces.
Y cada vez que Mirah montaba una escena de celos, cada vez que su voz se elevaba más de la cuenta en un evento público, un nudo frío se le anidaba en el estómago.
No porque temiera perderlo.
Sino porque le repugnaba la idea de que alguien pensara que lo tenía atado con cadenas de histeria y descontrol.
Rowan Alderwick no era un hombre que alguien pudiera exhibir como un juguete emocional.
Por eso callaba.
Por eso se tragaba las ganas de estampar una copa en el suelo cuando Mirah le reclamaba por cosas insignificantes frente a otros.
Porque amarlo no era suficiente para tragarse la humillación.
A veces, cuando la noche caía y lo tenía dormido entre sus brazos, pensaba que todo sería más fácil si no lo quisiera.
Podría simplemente dejarlo, como había dejado a tantos otros, sin mirar atrás.
Pero luego estaba ese rostro enrojecido por la furia y la tristeza, esos ojos que no sabían pedir perdón pero que suplicaban quedarse.
Y entonces Rowan sabía que Mirah lo amaba también... solo que a su manera.
Torpe, errada, destructiva.
Y él, maldito fuera, quería enseñarle a amarlo como debía ser.
Sin escándalos. Sin exhibiciones. Sin esas cadenas sucias de celos y rabia.
Aunque para eso, primero tenía que enseñarle a temerle un poco más.
Porque el amor, con Rowan, siempre vendría después del respeto.
—Si quieres quedarte a mi lado, Mirah... — pensaba Rowan mientras lo observaba dormir, con el ceño ligeramente fruncido —... tendrás que aprender a caminar sin arrastrarte. O te dejaré solo en el fango.
Pero esa noche, solo suspiró, lo abrazó más fuerte... y cerró los ojos.