A veces, Mirah pensaba que lo suyo no era amor.
Era enfermedad.
Un cáncer que le roía la conciencia, que le susurraba desde el fondo del pecho que Rowan era solo suyo. Que debía ser solo suyo.
Era consciente de que exageraba.
Claro que sí. No era un idiota.
Sabía que su boca, cuando se desbordaba en gritos o reproches, solo conseguía que Rowan lo mirara con esa paciencia amarga que lo hacía sentirse aún más pequeño.
Pero... ¿cómo no sentirlo? ¿Cómo no enloquecer cuando otros lo rodeaban?
A Adler podía leerlo.
A cada palabra, a cada sonrisa, a cada mirada, Mirah sabía lo que tramaba. Lo veía como un animal agazapado, esperando que su torpeza lo hiciera perder a Rowan de una vez.
Y lo odiaba. Lo odiaba con la misma pasión con la que amaba a Rowan.
—Maldito seas, Adler... — pensaba a veces mientras lo observaba de lejos, riendo junto a Rowan, compartiendo esas miradas cómplices de los que se conocen de años.
—Si pudiera, te arrancaría la lengua para que no vuelvas a hablarle jamás.
Pero no podía.
Tenía que controlarse. Porque cada vez que se desbordaba, Rowan se alejaba un poco más.
Y eso... eso era peor que tragarse el veneno.
En su mente, una y otra vez, imaginaba escenarios imposibles donde encerraba a Rowan solo para él. Sin fiestas, sin eventos, sin nadie alrededor. Solo los dos.
Donde nadie pudiera robarle sus atenciones, donde cada sonrisa fuera únicamente suya.
Pero incluso Mirah sabía que Rowan jamás aceptaría una jaula, por más dorada que fuera.
Así que... sonreía.
Jugaba al amante perfecto. Al compañero encantador.
Y luego, en la soledad de su cuarto, se retorcía en la cama maldiciendo a cada hombre o mujer que había osado rozar a Rowan con la mirada.
Una parte de sí mismo lo despreciaba por eso.
Por saberse débil, dependiente, patético.
Pero la otra parte... la otra parte lo justificaba. Porque el amor es un arma, y Rowan era el único campo de batalla que valía la pena ganar, aunque para eso tuviera que perder la dignidad.
Había aprendido a contenerse. A tragarse las escenas cuando las podía oler en su lengua.
Pero a veces... solo a veces, el monstruo rugía demasiado fuerte.
Y cuando eso pasaba, era cuando Rowan se le escapaba de entre los dedos.
Como la última vez.
Cuando casi lo pierde.
Mirah apretó los puños bajo las sábanas.
—No volverá a pasar.
No podía permitirse perderlo. Si Adler creía que podía robárselo, estaba muy equivocado.
Estaba dispuesto a todo.
Incluso a destruirse a sí mismo.
Porque si tenía que elegir entre perder la razón o perder a Rowan...
prefería volverse loco.