Mirah nunca había amado a nadie.
No porque no pudiera —o eso se decía— sino porque nadie lo merecía.
Había nacido en medio del lujo, criado para despreciar a los mediocres. Los pobres, los comunes, Todos querían algo: su dinero, sus contactos, su influencia.
Él lo sabía. Por eso, cuando se reía con ellos, era solo un teatro.
Por dentro, sentía asco.
—Todos iguales. Todos codiciosos, todos miserables.
Pero entonces, en una de esas fiestas que siempre consideró un desperdicio de tiempo, lo vio.
Rowan.
Fue como una maldita epifanía.
Alto, elegante, con esos modales perfectos que parecían de un libro antiguo.
Era un aristócrata en la piel, en el alma y en la sangre.
Pero no era solo eso.
Era inteligente, sagaz, con una mirada aguda que parecía que podía desnudar hasta al más orgulloso.
Rowan era diferente a todos. Jamás lo adulaba, jamás intentaba acercarse por interés.
Y Mirah... Mirah se obsesionó.
Por primera vez en su vida, quiso impresionar a alguien.
Quiso ser digno de esas conversaciones brillantes, de esas miradas severas, de esa sonrisa apenas contenida.
Rowan era el único que había hecho que sintiera que no era suficiente.
Él, que siempre se había creído un dios entre hombres, de pronto se sentía pequeño a su lado.
Al principio, pensó que era solo atracción.
Luego, cuando comenzó a buscar cualquier excusa para coincidir, supo que era más.
Era amor. O algo peor. Algo que lo devoraba, que lo convertía en un adicto.
Y cuando, después de tantas maniobras, Rowan finalmente accedió a estar con él... Mirah lo decidió:
—Nunca te dejaré ir.
Porque Rowan era la única persona que había logrado que se sintiera... ¿vivo? ¿Real?
La única que no podía comprar.
La única que no lo necesitaba.
Y por eso, cada vez que alguien lo rondaba, cada vez que alguien se atrevía a mirar a Rowan, sentía ese estómago revuelto de odio.
Porque Rowan debía ser suyo.
Solo suyo.
El resto del mundo podía irse al infierno.