La familia de Mirah tenía dinero. Mucho. Desde generaciones atrás, las inversiones habían crecido como árboles firmes, sosteniendo un apellido que, sin embargo, jamás logró ser aristocrático.
Sus padres, sobre todo su madre, jamás lo soportaron.
La señora Leclair educó a Mirah desde pequeño con la obsesión de borrar cualquier complejo de inferioridad:
—Tienes más que ellos. Más dinero, más visión, más futuro. Un apellido solo sirve si viene con poder. Y el poder, hijo, lo tienes tú.
Mirah lo creyó. O mejor dicho, se convenció de que era cierto. Se creía superior, por naturaleza, sin necesidad de probarlo. Ya no necesitaba demostrarse nada, ni justificar el lugar que ocupaba: él era el mejor, eso era suficiente.
Por eso, cuando conoció a Rowan, el apellido, la cuna aristocrática, su linaje... nada de eso le importó.
Rowan era hermoso.
Era inteligente.
Era distinto a todos los demás.
Mirah no lo deseó por su sangre, ni por la oportunidad que significaba para su familia. Lo deseó porque era la primera vez que sentía admiración por alguien que no fuera él mismo.
Claro, su familia lo alentó. Su madre fue directa:
—Conquístalo. Él es la puerta que siempre nos han cerrado en la cara.
Pero la verdad era otra. Si a Mirah le hubieran dicho que Rowan era un don nadie, un plebeyo sin estatus, aún así lo habría querido.
Porque Rowan tenía algo que el dinero no compraba.
Una clase que no venía del apellido, sino de su esencia.
Mirah se enamoró de la forma en la que hablaba, en la que observaba a los demás con esa mirada altiva pero nunca vulgar.
Se enamoró porque por primera vez, en su mundo donde todo estaba al alcance de su mano, no pudo tener a Rowan tan fácilmente.
Ese amor lo consumía. Lo volvía posesivo. Lo volvía cruel.
Y el miedo, el maldito miedo, siempre estaba allí. Porque si perdía a Rowan... no perdía solo un amante, sino a la única persona que, sin saberlo, había logrado hacerlo sentir menos.
Sin Rowan, solo quedaba el vacío disfrazado de superioridad.
Sin Rowan, solo era un rey sin reino