Habían pasado semanas desde aquella noche en la que Rowan lo había apartado con frialdad. Semanas en las que Mirah apenas existía en la casa.
Rowan iba y venía, siempre ocupado, siempre distante. Las pocas veces que se cruzaban en alguna habitación, apenas le dirigía una mirada o una palabra cortante.
Y lo peor, lo que más le desgarraba: no lo había tocado desde entonces.
La abstinencia lo estaba matando. No solo el sexo, sino la cercanía, la intimidad, la atención. La validación que solo los ojos de Rowan podían darle.
Por eso, esa noche, después de días de suplicar con miradas silenciosas y palabras ahogadas, Mirah había preparado una cena. Se había esmerado en cocinar —aunque detestara hacerlo— porque era la única idea que se le había ocurrido para tenerlo cerca otra vez.
Preparó la mesa con velas, música baja, el ambiente tibio y acogedor. Hizo su comida favorita. Esperó ansioso.
Cuando Rowan finalmente cruzó la puerta, su semblante cansado no cambió al ver el espectáculo en el comedor. Mirah sonrió tímidamente, como un niño buscando aprobación.
—Sorpresa... hice tu cena favorita. Quería que cenáramos juntos.
Rowan lo miró en silencio unos segundos. Finalmente, con voz apagada, respondió:
—Ya cené.
Las palabras cayeron pesadas.
Mirah bajó la cabeza, los ojos aguados.
—Pero... pero me esforcé mucho. Para ti. No he salido, no he hecho nada que te moleste, no he hablado con nadie. Solo... solo quería que te sintieras bien.
Las lágrimas cayeron antes de que pudiera evitarlo. Rowan suspiró, largo y agotado.
—Está bien... —cedió, dejando su abrigo en la silla—. Cenemos.
Se sentaron frente a frente. Mirah apenas podía creerlo, aunque el ambiente seguía tenso. Entonces, sin poder más, le habló con voz temblorosa:
—Te lo juro, Rowan... nunca más haré una escena así. Nunca. No quiero perderte. Haré lo que quieras, pero no me dejes.
Rowan masticaba en silencio, la mirada fija en su plato.
—Eso es obvio, Mirah. Porque si vuelves a hacer el ridículo, todo se acabará.
Alzó la mirada, firme, cortante, como si cada palabra fuera un dictamen.
—Solo una vez más, Mirah. Solo una. Haz una escena más y será la última que compartamos. Te lo prometo.
El miedo lo empapó de nuevo.
—Lo prometo. No lo haré, no más... —susurró con la voz rota.
Rowan lo sostuvo la mirada por unos segundos más, como si buscara una mentira en sus ojos. Y luego, más relajado, dijo:
—Entonces bésame.
Mirah no necesitó más. Cruzó la mesa, lo besó con urgencia, con necesidad. Y cuando Rowan no se apartó, cuando correspondió, aunque con frialdad contenida, supo que aún había esperanza.
Tirando de su ropa, lo guió hacia la habitación.
Allí, entre besos desesperados, se desnudaron con torpeza, como si el tiempo de separación hubiese vuelto a encender cada ansia que lo consumía.
Y finalmente, cuando al fin lo tuvo de nuevo entre sus brazos, Mirah pensó que haría lo que fuera con tal de no perderlo otra vez. Incluso aunque su cuerpo fuese lo único que Rowan aún quería de él.