Your face

Prólogo

Una suave brisa primaveral le acarició las mejillas, haciéndola sonreír. El olor a tierra mojada le recordaba a la lluvia, solía evocar aquellas tardes cuando salía y danzaba bajo las gotas furiosas. No le gustaban las lloviznas, eran demasiado melancólicas para su gusto. Prefería cuando el cielo bramaba y se iluminaba con relámpagos y truenos, cuando las gotas caían con fuerza, insistentes, como si desearan con todas sus fuerzas que alguien, quien fuera, reconociera su grandeza. Ella la reconocía, vaya que sí. La sensación que fluía dentro de sí como una enorme catarata, definitivamente, no podría provocarla un ser ordinario.

Lluvia era hermosa, apasionada y a veces algo torpe. O eso era lo que pensaba la niña cuyos ojos brillaban mientras observaba con fascinación las hermosas flores frente a ella.

—¿Por qué te emocionas tanto? Son sólo plantas —soltó con desdén una voz a sus espaldas.

La castaña revoleó los ojos. Había olvidado que las flores no eran su única compañía en ese momento -por más que así lo hubiese deseado-. Le resultaba de lo más trágico que semejante paraíso perteneciera al cavernícola insensible que tenía detrás.

Iba a explicarle -por enésima vez- que, de hecho, las flores; al igual que él y ella y todos los humanos, eran seres vivos. Que nacían, crecían y morían del mismo modo. Claro, con la diferencia de que la vida de las flores era pura y hermosa; todo lo contrario a las personas. No obstante, decidió que ese día en particular no tenía ganas de desperdiciar saliva, así que -haciendo su mayor esfuerzo por sonar cordial- se limitó a decir:

—Creí que debías ir a tu clase de números.

—Economía y geopolítica —corrigió él con aire de superioridad— Aunque entiendo que para alguien que apenas si sabe multiplicar, todo son “números" —agregó con un amago de sonrisa en los labios.

El chico, en el poco tiempo que tenía de conocer a aquella niña, había desarrollado cierto placer en hacerla enfadar. Tampoco era muy díficil hacerlo, las personas como ella, impulsivas, orgullosas, temperamentales... Eran un objetivo demasiado fácil como para resistirse.

Sin embargo, se le escapaba que -además de impulsiva, orgullosa y temperamental- era sumamente rencorosa. Además, poseía el don de ser vengativa por naturaleza, habilidad que había perfeccionado para idiotas como él.

La castaña se levantó, pasando junto al pelinegro como si él fuera una miserable piedrita en el camino a la que ni siquiera valía la pena pisar, comenzó a caminar alrededor de un rosal cercano, acercando su nariz a los pétalos para disfrutar de su dulce aroma. Ella, paseando y tarareando mientras admiraba las rosas, era plenamente consciente del muchacho estático en su sitio, quien no terminaba de comprender cómo es que una persona quince clases más abajo de la suya tuviera la osadía de ignorarlo de forma tan descarada. Y en su propia casa además.

Apretó los puños, y su rostro pasó de incrédulo a furioso en cuestión de segundos.

—¡Puedo calcinar todo el maldito jardín si así lo deseo! ¡¿Me oíste, estúpida?! —vociferó, rojo de ira.

Por la mente de la chica cruzó la idea de lo bonito que se vería si no abriera la boca. Como los camellos, tiernos y adorables hasta que te escupen la cara con su aliento apestoso.

Para sorpresa de todos, hasta de ella misma, no se le lanzó directo al cuello. En su lugar -en un último intento por espantar al pelinegro- se volvió, mirándolo directo a los ojos con una expresión de preocupación.

—Oye. Cuidado con lo que dices, ellas también pueden oírte. Las asustas con tus gritos —susurró, refiriéndose a las plantas. Bueno, no era del todo mentira, si les hablas lindo a tus plantas crecen lindas y fuertes, pero ella jamás habría dicho semejante cosa en voz alta y menos a alguien a quien apenas y conocía. Pero prefería que pensara que estaba loca y así no volvía a hablarle jamás.

La cara del pelinegro pasó de la ira a la confusión para luego contraerse en una carcajada que no supo bien a qué se debía. Quizás por lo ridícula que le parecía aquella niña, o lo mucho que disfrutaba las estupideces que decía. O lo irónico que era que, después de tanto tiempo en el que su risa estuvo perdida, esta se presentara de nuevo gracias a aquella extraña con delirios de ninfa del bosque.

La castaña, algo descolocada, se percató de un par de hoyuelos en las mejillas del chico. Era la primera vez que lo veía sonreír. Jamás imaginó que tuviera una risa tan contagiosa, o que el aire que lo rodeaba pudiera volverse tan cálido.

—Dios. ¿En serio tenemos la misma edad? —cuestionó él tratando de contener las risas— Conozco niñas de diez años mucho más maduras que tú.

—Y yo a viejos de setenta menos amargados que tú —atacó ella, recuperando la compostura en cuestión de instantes. Antes de que él pudiese replicar, se alejó corriendo al árbol que se alzaba imponente en un punto del jardín.

La chica, a sus recién cumplidos catorce años, jamás había visto un árbol tan grande. Había ido un par de veces a esa casa y siempre le sorprendía.

—Eres majestuoso, señor árbol —halagó con total sinceridad mientras lo rodeaba -o al menos lo que podía- con sus brazos.

A lo lejos, un muchachito demasiado alto para su edad y que siempre procuraba verse imperturbable, experimentaba una sensación desconocida mientras observaba la escena.

Involuntariamente, una sonrisa brotó directo de su corazón, escabulléndose hasta sus labios con una dulzura sigilosa.

Para ese momento, una parte de él sabía que había algo agitándose con fuerza dentro de sí cada vez que la miraba, aunque no estuviese ni cerca de comprender dicho sentimiento. Pasarían años antes de que lo aceptase siquiera.

Por el momento...

—Isaac.

—¿Sí, joven Kristopher?

—Saca a esa loca de mi jardín —ordenó el chico sin más al hombre trajeado que siempre merodeaba “disimuladamente" a su alrededor. Sin añadir más, dió media vuelta y comenzó a caminar rumbo al interior de la casa. Sus clases ya se habían retrasado bastante. —Qué niña tan rara.



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En el texto hay: misterio, romance drama, humor comedia

Editado: 07.09.2025

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