—¿De verdad te marcharás?
—Tengo que.
La castaña bajó la mirada, sintiéndose repentinamente abatida. La alegría de hace apenas unos minutos se había extinguido, dando paso a un nudo en el estómago. No entendía por qué el universo parecía empeñado en arrebatarle todo lo que la hacía sentir en paz. Cada vez que encontraba un poco de normalidad, alguien terminaba marchándose. Casi como una maldición.
—Ya veo —murmuró, sintiendo el familiar hormigueo en la nariz.
~No voy a llorar~. ~No voy a llorar~, se repitió, aferrándose a la idea como si pudiera contener las lágrimas con pura fuerza de voluntad, intentando enfocar su mente en cualquier cosa que no fuera la inminente despedida.
—Voy a volver —aseguró el chico a su lado.
Ella asintió, forzando una sonrisa torcida, incapaz de ocultar del todo la amargura.
“Voy a volver"
¿De verdad lo haría? ¿Volvería? ¿Acaso podía prometer algo así? Ella sabía lo exigente que era su mundo, lo mucho que lo encadenaban las responsabilidades familiares. Y, sobre todo, sabía lo fácil que sería para él olvidarla: olvidar sus promesas, sus palabras, todo lo que habían compartido. Porque cuando alguien está demasiado ocupado con su propio mundo, siempre termina dejándola fuera del suyo.
—Espero que dejes de ser un idiota para entonces —dijo con gracia, enterrando la tristeza en lo más profundo de su pecho.
—Y yo que crezcas un poco, Nomo-Güel —rió él, dándole un leve codazo cariñoso.
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El día de mi cumpleaños número quince tuve un accidente.
Alguien había dejado una nota junto a unas flores en mi ventana. La notita, traviesa, voló con el viento y yo, en mi infinita torpeza, decidí trepar para atraparla. Resultado: caída de tres pisos, meses de recuerdos borrados y una cicatriz en el brazo que todavía me acompaña. A veces me pregunto qué decía aquella nota. Nunca la volví a ver. Nunca supe quién la envió, ni de dónde salieron esas flores.
Desde entonces tengo la sensación de que toda mi vida ha girado en torno a resolver un misterio. Los secretos que oculta mi familia, las flores que aparecen en mi ventana cada mañana y, ahora, ese vendedor enigmático sin rostro.
Mi visita calculada a la señora Galicia había resultado mejor de lo que esperaba. Después de la epifanía de la otra noche, entendí que debía aprovechar la información de mis vecinos y usarla a mi favor. Aún no puedo creer que, después de tantos meses, nunca se me hubiera ocurrido preguntarles. Todo el vecindario lo ha visto al menos una vez. Es imposible que no sepan siquiera su nombre.
O al menos, eso creí.
El dichoso lechero —¿o debería llamarlo “mermelero” ahora?— resultó ser más escurridizo de lo que imaginaba. Solo lo conocen en la casa contigua. Cada respuesta que obtengo no hace más que multiplicar las preguntas.
La única que me dio un dato relevante fue mi vecina de al lado: la señora Galicia. Gracias a ella ya tengo algo más que la anchura de sus hombros; ahora sé su nombre y, por fin, lo que vende: mermeladas.
Y debo admitirlo: sí que tiene estrategia. Mucha más de la que le otorgué en un principio. Ganarse el favor de la persona más comunicativa del vecindario y, de paso, comprarla con su debilidad más grande —el dulce— fue, sin duda, una jugada maestra. Él prepara los encargos, se los entrega a Galicia y ella se encarga de distribuirlos. Eso fue lo que ella me dijo.
Todavía no entiendo el por qué insiste en tocar mi puerta.
Ese, por ahora, sigue siendo el misterio más grande de todos.
••••
Mi plan marchaba exitosamente; sin embargo, trajo consigo una desgracia. Mis amigas disfrutan mucho —quizá demasiado— ciertos eventos sociales. Siempre me incentivan a hacer lo mismo, y las amo por preocuparse, pero a veces es un poco incómoda su insistencia. Me hacen sentir que tengo que actuar de cierta manera —en especial Angie— o disfrutar de ciertas cosas, porque de otro modo soy una persona aburrida. Sé que no es su intención, pero así es como se siente.
Ochocientas cincuenta mil veces les comuniqué mi negativa de ir a cierta fiesta. Intentaron engatusarme las últimas tres semanas hablando sobre eso sin parar y comentando, de paso, lo increíble que la pasarían. Mi respuesta seguía siendo “no”. Pero, como solía suceder, empecé a sentirme mal: “Estoy siendo una amargada otra vez.” “Les echo a perder el momento.” “Solo quieren que experimentemos más cosas juntas.”
Así que usé la vieja confiable: “Igual no creo que me den permiso" Agregué también que mi mamá andaba con un humor no muy abierto a permitir fiestas.
Era la excusa perfecta, y cualquier persona la habría aceptado sin mayor esfuerzo. Pero no mis amigas. Mientras yo trabajaba en la operación “Atrapa al vendedor" en casa de mi vecina, fueron a mi casa e inevitablemente se encontraron con mi madre. No imaginé que esto pudiera pasar ya que, al ser la que más lejos vive, no solían venir a casa muy seguido. Por tanto, no me pareció necesario pedirle de favor a mi progenitora que no me diera permiso para ir a aquella fiesta. Aceptó más que encantada, sugiriendo incluso que MJ y Angie se arreglaran conmigo en casa, para así llevarnos a las tres hasta el lugar.
Lo tomé como un castigo divino por usar de forma tan vil a mi vecina.
Y aquí estoy, dos días después, frente a mi clóset. Llevo aproximadamente dos horas mirando la ropa, haciendo combinaciones de prendas en mi cabeza para luego medirmelas. No veo la luz al final del túnel. Ninguna me ha gustado lo suficiente.
—Baby, debemos irnos en media hora —me recordó MJ.
—No sé qué ponerme —gemí, agobiada. El estrés que empezaba a experimentar era peligroso. Por esto, y muchas otras cosas, es que no voy a este tipo de eventos muy seguido. Siempre se vuelve un completo dolor de cabeza elegir qué ropa usaré. Qué fastidio.