No respondió de inmediato. Claro, típico de él: primero la mirada, luego ese silencio pausado, como si tuviera todo el tiempo del mundo para observarme antes de abrir la boca.
Yo también sostuve la mirada. O al menos lo intenté, hasta darme cuenta de que no tenía ninguna intención de apartarla primero. Entonces giré la cabeza, forzándome a centrar mi atención en el cielo nocturno, extrañamente estrellado, casi como si tuviéramos un público entero observándonos.
—¿Qué quiero? —repitió él. Pude adivinar la sonrisita en sus labios, como si eso realmente lo divirtiera— Buena pregunta... Tal vez descubrir cuánto tiempo tardas en enojarte esta vez.
—No te creas tan gracioso.
—Yo no me creo nada. Solo constato hechos… y tú no tienes mucha paciencia que digamos.
—Mi paciencia es nula cuando se trata de lidiar con idiotas —ataqué, dándome vuelta para enfrentarlo.
—¿Idiotas, eh? —arqueó una ceja y bajó la voz, inclinándose apenas hacia mí— Bueno... fuiste tú la que eligió aparecer justo aquí, donde yo estoy.
Solté un bufido.
—¿Qué? ¿Ahora todos los eventos sociales te pertenecen?
El pelinegro soltó una risa baja, cargada de ironía, como si confirmara algo que ya sabía. Y yo sentí, una vez más, que se burlaba de mí.
—No, no todos. Solo este. —Sus ojos recorrieron el lugar con aire tranquilo antes de volver a mí— Y que hayas aparecido aquí... bueno, digamos que no es precisamente lo que esperaba. Aunque, no voy a mentir, es una linda sorpresa.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo —contesté seca, cruzándome de brazos— Créeme, lo último que deseaba era toparme contigo.
—Y aun así pasó —replicó él sin alterarse— Parece que el destino insiste en ponernos en el mismo lugar, aunque te niegues a admitirlo.
Bufé, rodando los ojos. No estaba dispuesta a seguir escuchando sandeces disfrazadas de comentarios profundos.
—Ahora, si me disculpas... —mascullé, girándome para marcharme.
Elegí rodear el tronco del árbol con tal de no pasar a su lado. Infantil, lo sé. Pero he oído que la idiotez es contagiosa. Mejor prevenir.
Avancé un par de pasos, satisfecha con mi estrategia, hasta que la sombra de alguien volvió a interponerse en mi camino. Levanté la vista y allí estaba él, otra vez, apoyado con desfachatez contra el mismo árbol que intentaba usar de escudo.
—¿Ya huyes? —preguntó con calma, como si todo aquello fuera un juego. Respiré profundo; a pesar de lo que había dicho, intento tener paciencia cuando se trata de Kristopher. En serio. Lo intento de verdad... aunque falle siempre.
—No estoy huyendo. Solo tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo hablando contigo.
Incluso volver al ruidoso y sudoroso espacio adentro de la casa.
—Curioso —dijo, ladeando la cabeza— Porque yo, en cambio, no encuentro nada más interesante esta noche.
—Ve a bailar si estás tan aburrido. No soy tu payaso personal —dije, intentando rodearlo. Él se movió, parándose frente a mí otra vez. Maldición— Hazte a un lado.
—Bailemos.
—¿Qué?
—Dijiste que no quieres perder el tiempo hablando —repuso con serenidad— Baila conmigo, entonces.
—Olvidaste la parte de: contigo —repliqué yo.
Se acercó lo justo para que lo notara sin llegar a invadirme, y sin pedir permiso puso la palma de su mano cerca de la mía, suspendida en el aire, sin rozarme. Era una invitación y a la vez una provocación: un gesto minúsculo que abría posibilidad y riesgo al mismo tiempo.
—Esto cambia las reglas —murmuró— Además, le prometí a alguien no perder mis oportunidades esta noche. Y no me gusta romper promesas.
Intenté no mirar su mano. Fallé al instante, porque el movimiento era extraño—ni directo ni protector—y por alguna razón me recordó que lo conocía de memoria: la forma en que sostenía la mirada, la seguridad en sus gestos. Todo de él se sentía tan natural para mí que me asustaba. Siempre hacía tambalear mis defensas más rápido de lo que debería.
—No voy a bailar contigo —dije, pero mi voz tenía menos filo del que pretendía.
—Eso, precisamente, lo hace divertido —respondió él con calma— Vamos, solo una canción. Si no te gusta, te voy a dejar en paz.
Por un instante vacilé. Una canción no es una confesión, me dije. Una canción no significa nada. Pero también pensé en lo mucho que odiaba perder... y en lo absurdo que sería acabar la noche bailando con el mayor imbécil de la escuela.
—Hazlo ahora. Déjame tranquila —ordené, mi voz salió como un puñal filoso que me sorprendió incluso a mí. Él no se movió— Si no vas a irte, entonces lo haré yo.
Kristopher sonrió, pero no era una de esas sonrisas altaneras o condescendientes que solían surcar sus labios. Era más bien... ¿tristeza? ¿Decepción, tal vez? Por un momento vi un destello de dolor en sus ojos que me desconcertó y confundió en la misma medida. Resignado, dio un paso atrás.
Carraspeé, incómoda con mis propios sentimientos. Todas estas sensaciones eran nocivas porque se hacían presentes con la persona equivocada. Y ni siquiera lo comprendía. Sé cómo es, sé la clase de ser humano que hay debajo de esa sonrisa desarmadora. O soy una zorra superficial o una enferma a la que le atraen los hombres que no valen la pena.
—Vienes a una fiesta, no bailas, no bebes... ¿qué haces aquí, Mogüel? —interrogó de pronto, con una expresión tan dura como la de un militar veterano.
—Eso no es tu problema —respondí, algo descolocada por el repentino cambio en su actitud.
—Supongo que no —secundó pausadamente. Acto seguido, soltó un profundo suspiro antes de dar media vuelta y comenzar a caminar hacia el interior de la casa.
Para mi horror, sentí el impulso de detenerlo. Odio tanto la manera en la que me hace quedar como la villana. Estaba a punto de decir algo cuando un fuerte estruendo retumbó desde el interior de la casa.
Kristopher volvió la cabeza hacia mí, deteniendo su andar de golpe. Por un instante nos miramos, y sin decir una palabra, ambos echamos a correr hacia la entrada principal.