Your face

Capítulo 7

Entré al auto a regañadientes, intentando recordarle a mi cerebro que era Kristopher o pasar la noche sentada en la acera con MJ babeando mi hombro.

Esa dichosa fiesta resultó todo un fiasco. Mis expectativas ya eran inexistentes cuando empezaron a matarse a golpes a mitad de la pista, pero, en definitiva, ir a recoger a mi mejor amiga a la comisaría y acabar la noche en el auto de Kristopher era la cereza del pastel.

Me acomodé en el asiento, sintiendo de pronto que me había metido en la boca del lobo.

Adentro olía a perfume masculino; estaba cálido y —en teoría— agradable; no obstante, mi lugar se sentía como un ataúd tapizado en cuero. No quería estar ahí, tan cerca de él, tan encerrada en un silencio que pesaba más que cualquier berrinche de mi madre. Afuera, la ciudad estaba dormida; dentro, lo único despierto era la manera en que su mirada —fija en la carretera— me hacía sentir tan confundida. Y lo mucho que me latía el corazón. Todo mi cuerpo parecía en un estado de alerta, preparado para cualquier cosa que él hiciera o dijera.

Me crucé de brazos, decidida a no hablar. Si no lo miraba, si no reaccionaba, si fingía que Kristopher no existía, quizá la incomodidad se evaporaría. Pero el aire parecía condensarse con cada kilómetro, como si el auto entero esperara que uno de los dos rompiera el silencio.

¿El camino hasta aquí fue tan largo?

—Ten —lo oí mascullar antes de que una pesada tela azul obstruyera mi campo de visión.

¿Una chaqueta?

—¿Y esto?

—Es para que te cubras —respondió con sequedad, añadiendo en un tono más bajo— Pensé que tenías frío.

Guardé silencio, sin saber realmente qué decir.

Ahí estaba otra vez. Esa punzada en el pecho, la misma sensación de sentirme una perra. Desvié la mirada al frente, evitando su rostro por enésima vez desde que subí al auto. Sin embargo, no desapareció; seguía ahí, persistente, instalada en mi pecho como un recordatorio incómodo. Volteé los ojos, molesta. Es frustrante. ¿Por qué me siento mal conmigo misma cada vez que lo veo? Su mera existencia era una amenaza constante para mi paz mental y para todo lo que creo saber. Era como si su presencia detonara una bomba para la que no estaba preparada. Yo no tenía el equipo para manejar la explosión llamada Kristopher Cipriano, ni ahora ni nunca.

Me removí en el asiento, colocando la prenda sobre mis piernas.

—¿Comiste algo?

—¿Cómo?

—¿No tienes hambre?

—¿Comer?

Me dieron ganas de darme una bofetada en la boca. ¿Ahora no puedo formular frases completas?

—Sí. Comer, Mogüel —repitió con un amago de sonrisa; su voz y su rostro se suavizaron en un instante. Mi corazón dio un vuelco.

Ay, Dios. Santos hoyuelos.

Carraspeé, avergonzada. Acto seguido —luego de obligar a mis ojos a apartar la mirada de su perfil— me coloqué la chaqueta, sólo para tener algo con qué distraer las manos.

—No. No comí —articulé al fin.

Entre evitar que algún ser desubicado e incómodo con respirar me manoseara e intentar forzarme a pasarla bien, no tuve mucho tiempo para pensar en mi pobre estómago.

—¿Quieres ir a comer algo? Podemos ir a un restaurante —propuso él de pronto.

—O pedir una pizza. Debe haber algún local abierto —finalizó, hablando más para sí mismo que para mí.

—Quiero ir a mi casa —respondí, todo lo cortante que pude.

—Además, MJ no está en condiciones de ir a algún lado —agregué con un reproche más hacia mí misma que hacia él.

El pelinegro guardó silencio, y yo sentí el alarmante impulso de decirle que no hablaba en serio.

No puede ser. ¿Qué es esa expresión?

Esa mezcla de dolor y frustración me atravesó como un dardo en el estómago.

—¿Falta mucho? —interrogué, en parte para cambiar de tema y en parte porque, en verdad, necesitaba salir de allí.

—No —murmuró, con una impotencia apenas contenida en la voz.

Y así se acabó nuestra conversación. Kristopher no dijo nada más en los siguientes diez minutos del camino, y yo por supuesto tampoco estaba muy dispuesta a iniciar otra incómoda charla. Me quedé observando las calles pasar con rapidez, luego de bajar el vidrio de la ventana para dejar entrar el aire frío de la madrugada. Todo con tal de no ver su reflejo en el cristal… y lo herido que parecía.

••••

Abrí los ojos con dificultad, sintiendo el ardor familiar de un “no dormiste bien” mezclado con un inevitable “¿quién carajos abrió la cortina?”.

Me tapé la cara con la cobija en un débil intento de resguardar mi sueño de la luz de la mañana que se escabullía sin permiso a través de la ventana.

Demasiado tarde: ya había despertado.

Solté un suspiro cansado y, acto seguido, aparté la sábana de encima con un manotazo.

—¿Te levantaste de malas? —murmuró la morena a mi lado, aún medio dormida.

—¿Tú abriste las cortinas? —pregunté con voz rasposa, levantándome para cerrarlas.

De sus labios apenas salió un mmmm lleno de pereza, tan ambiguo que me fue imposible traducir. Me encogí de hombros, desistiendo de despertarla más. La dejaría dormir todo lo que quisiera; después de todo, le esperaba el regaño de su vida al llegar a casa.

La noche anterior había sido un desastre. Luego de salir de la estación de policía y ver el estado en el que estaba MJ, llamé a su madre y le dije que habíamos llegado hacía un rato, que MJ se había quedado dormida en mi sofá. Tras varios intentos de persuasión y una videollamada forzosa, finalmente aceptó que pasara la noche aquí. No sé si fue simple casualidad o capricho del universo, pero el padre de la morena no estaba en casa, como siempre, metido en esos viajes interminables del ejército. Así que, aparte de cargar a MJ tres pisos de escaleras, no habíamos sufrido mayor daño.

Con pasos lentos, entré a la cocina.

El aire estaba impregnado de un aroma cálido, mantecoso y apenas dulce, como si todo el lugar se hubiese cubierto con miel y vainilla. El ambiente era tan acogedor que sonreí de inmediato, sintiendo cómo mis problemas parecían evaporarse en el aire.



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En el texto hay: romance drama, humor comedia

Editado: 25.09.2025

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