Un bufido de frustración se me escapó antes de estrellar el aparato contra el suelo.
Hacía tiempo que no sentía tanto enojo hacia alguien que no fuese el innombrable pelinegro pedante cabeza de caca. ¿Qué pasa con esta situación ridícula?
—Qué cobarde... —siseé. ¿Por qué un hombre —que, por biología, suele ser más grande y fuerte— huiría de una chica que apenas alcanzaba el metro cincuenta y cuatro y pesaba la mitad? ¿Tengo cara de psicópata? ¿Por qué salió corriendo? ¿Acaso pensó que me vengaría por todas las veces que me hizo levantar de la cama para abrir la puerta a absolutamente nadie? Ganas no me faltaban, pero esa no era mi intención principal. Solo quería —antes— saber qué demonios buscaba. La bromita de tocar puertas y salir corriendo se la dejamos a niños de diez u once años. ¿Su cerebro se quedó congelado en esa edad o qué?
Corrí tras él un par de minutos, hasta que lo perdí al verlo saltar una verja. Más allá todo estaba demasiado oscuro y ni siquiera parecía parte del vecindario. Tal vez ese había sido su plan desde el principio: llevarme a un lugar solitario donde nadie escuchara mis gritos y después hacer quién sabe qué cosas espantosas. Con esa idea rondándome la cabeza, di media vuelta en silencio y regresé a casa. No tenía muchas ganas de convertirme en uno de esos casos de homicidio que Mimi ve en las noticias.
Aunque no todo fue en vano. Estaba segura de que algo se le había caído del pantalón. Lo vi: un objeto que se perdió entre la hierba. Así que, mientras arrastraba los pies por cada zona verde, terminé encontrando una sorpresa. Al vendedor-ninja se le había caído algo importante: su teléfono. La pequeña caja rectangular yacía tirada en el patio de una casa cercana. Intenté husmear en él, sin éxito; como imaginaba, estaba bloqueado con contraseña. Lo traje conmigo como un premio de consolación para aliviar un poco mi rabia. ¿Cómo se había atrevido a huir? Por su culpa me quedé afuera. Ni loca iba a tocar la puerta; si mamá se enteraba de que su hijita había salido sin permiso para perseguir a un desconocido que bien podía ser un asesino, me crucificaría sin dudarlo.
Me las ingenié trepando por el árbol frente a la ventana de mi habitación. No fue nada bonito, me tomó siete intentos, varios raspones y buena parte de mi dignidad. La imagen mental de mí aferrada al tronco no era la de un tierno perezoso, sino la de una garrapata obstinada. Además, tuve que aguantar las enormes ganas de escupir los pulmones al sentir cositas recorriéndome la piel.
Agradecí a la yo del pasado por haber dejado la ventana abierta; de no ser así, me despedía de la vida. Al entrar, me senté en el marco y, con un salto torpe —haciendo parkour para no ensuciar la camita de la ventana— caí dentro de la habitación. Sentí el impulso de tomar el teléfono y destrozarlo yo misma contra alguna pared: la ira me recorría como fuego. Una de mis pijamas favoritas estaba manchada de musgo, sudaba a mares, los pies me dolían y sentía el estómago como un remolino. Toda esa actividad física extrema tenía consecuencias. Por suerte, no vomité: habría sido el broche de oro de esta noche de porquería.
Lo único que obtuve al arriesgarme así fue un dolor de pies insoportable y un aparato inútil bloqueado. Genial.
••••
Me encantan los waffles; diría que son de mis postres favoritos. Siempre que Mimi los prepara, los devoro como si no hubiera un mañana. Bajé la mirada al plato, observando detenidamente el cuadrado dorado y esponjoso que seguía intacto.
—¿No vas a comer, muchacha?
Alcé la cabeza y forcé una sonrisa torcida.
—Es que no me gusta comer dulce con el estómago vacío —mentí.
La última vez que hablé con Cristine me fuí abruptamente de su casa; en ese momento lo único que deseaba era no estar cerca de ella. Pero, al reflexionar, cuando el inexplicable miedo se me pasó, comprendí el desplante espantoso que le había hecho. Y todo por sensaciones estúpidas. No es como si me hubiese hecho algo malo; simplemente me asusté y reaccioné con grosería. Pensé que no volvería a hablarme. Sin embargo, hoy vino a casa y me pidió salir a caminar. Al final terminamos en una pequeña cafetería, por petición suya, y aquí estábamos, sentadas desde hacía más de media hora sin decir demasiado.
Me daba vergüenza verla de nuevo, y era peor aún porque seguía siendo tan amable como siempre.
Sujeté el tenedor y lo clavé en el waffle por enésima vez, fingiendo que comía.
—Hace mucho que no salía así —comentó ella, con los ojos fijos en la calle a través del ventanal— Mi nieto siempre está muy ocupado.
Guardé silencio, sin saber qué responder. O mejor dicho, sin poder decir lo que realmente me pasaba por la cabeza:
“¿De verdad existe ese nieto suyo?"
Cristine hablaba de él todo el tiempo. Me contaba lo que hacía, lo mucho que debía consentirlo para que descansara… pero esa persona parecía más un personaje inventado que alguien real. Jamás lo había visto. Ni Mimi ni mamá sabían nada de él. Y la señora Galicia, la enciclopedia viviente del vecindario, tampoco estaba enterada de que Cristine tuviera un nieto.
La observé con atención, buscando en su mirada o en sus gestos alguna pista de la verdad. No parecía desequilibrada; al contrario, había en ella un brillo de lucidez y vigor poco común en una anciana.
Suspiré. Quizás estaba siendo paranoica. Aunque ese nieto fuese fruto de su imaginación, no veía en qué podía hacer daño. Tal vez era solo su manera de aliviar la soledad.
Sacudí mis dudas y, con la mejor sonrisa que pude, dije:
—Puede llamarme cuando quiera salir a caminar.
—¡Por supuesto! —respondió ella, iluminada por una energía repentina. Sonreí con sinceridad.
~ Es cierto. Solo es una persona solitaria. ~
—Te presentaré a mi nieto un día de estos —añadió con complicidad, guiñándome un ojo— Es muy guapo.
—Claro —reí, siguiéndole el juego. Acto seguido, llevé a la boca el primer bocado del waffle ya frío.