Camino a casa intenté dejar de fruncir el ceño. No podía ser posible que tuviera esa cara el último día de clases.
Las vacaciones de octubre habían comenzado y yo debería estar saltando en una pata, pero mi cabeza no hacía más que dar vueltas.
No solo Taylor había faltado hoy… también Kristopher.
Ese cavernícola malparido. En verdad es un desconsiderado.
Sus estupideces podrían afectar gravemente mis notas, y eso sí que no puedo permitirlo.
Que ni sueñe que yo le escribiré primero.
Aunque, pensándolo bien, tal vez estoy exagerando.
A pesar de llegar tarde, faltar a algunas clases o desaparecer a mitad de una, Kristopher sí parecía preocuparse por sus notas.
Además, no soportará las ganas de fastidiarme y me escribirá primero.
Lo sé.
O eso pensé.
Cinco días después, Kristopher Cipriano seguía sin dar señales de vida.
¿Cuál es su problema? Estamos perdiendo tiempo valioso por su estúpido berrinche.
Claro. Como él no tiene que preocuparse por reprobar el año…
Aun si tuviera las peores notas, su apellido lo salvaría.
Después de todo, su familia fue la que donó dinero para la oficina de psicología y la remodelación del gimnasio. Nada de eso era un secreto.
~ Basura... ~
¿Sería capaz de llegar tan lejos solo para dañarme?
Una risa amarga me salió de la garganta.
Por supuesto que sí.
~ ¿Por qué te sorprende? ~
Para alguien como él, todo esto no es más que un juego.
Un maldito pasatiempo.
Me enferma pensar en todos los días que me quedan por compartir con ese patán.
Horas, horas y horas respirando el mismo aire.
Mi estómago se encogió.
—Ya pasó una semana desde que saliste de vacaciones y no te he visto asomar la cabeza por la puerta —comentó mi madre.
Alcé la vista del plato.
Quise recordarle que hasta hace poco, el simple hecho de imaginar poner un pie fuera de casa era un pecado terrible.
Pero, desde... eso, muchas cosas cambiaron.
Incluída ella.
Apreté los labios y me guardé el comentario. No quería arruinar el buen humor que tenía hoy.
—Tengo tarea —respondí, bajando la mirada hacia el puré que ya se había enfriado.
—Tampoco te he visto agarrar un cuaderno.
Pues no. Pero tampoco mentía: tengo tarea.
No es mi culpa que mi compañero haya decidido desaparecer.
Aplasté la masa de papa con el tenedor sólo para oír el sonido. Cualquier cosa era mejor que pensar en él.
—Yo… empezaré pronto, mamá.
Más me vale hacerlo.
••••
—¿En serio? —preguntó incrédula.
—Ni siquiera hemos leído el primer ejercicio —contesté a Angie, mi voz retumbando a través del altavoz.
~ Mierda. Debo comprar un nuevo celular. ~
—Eso es malo. MJ y yo llevamos toda la semana trabajando y ni siquiera vamos por la mitad de la primera parte —se quejó.
Me masajeé las sienes. Últimamente, pensar en Kristopher era como clavarme una aguja detrás de los ojos. Migraña segura.
Todo esto había pasado de molesto a muy estresante.
—Hablaré con él —dijo Angie de pronto.
La miré como si acabara de ver al mismísimo San José.
—¿Lo harías? ¿Por mí? —pregunté, cubriéndome la boca.
—Claro, B. Seguro hay una buena explicación. Kristopher no suele ser tan irresponsable —respondió ella, dudosa.
Alcé una ceja.
~ Yo pensaba lo mismo… hasta hace unos días. ~
—El muy imbécil solo quiere fastidiarme.
—No es así… —murmuró Angie.
Suspiré, girando los ojos.
~ Aquí vamos otra vez. ~
—Kristopher no es ese tipo de persona, B…
—¿Vas a hablar con él o no? —repliqué, más cortante de lo que pretendía. Bajé la mirada enseguida— Perdón. Es que estoy agobiada. Sabes que mis notas no son las mejores. Si repruebo este trabajo, repetiré el año.
—No te preocupes. Lo entiendo.
Esbocé una sonrisa pequeña, débil, asintiendo.
—Debo irme. Ya tengo sueño.
—Okay. Descansa.
Me despedí con un gesto de la mano.
Pero antes de que pudiera colgar, Angie habló una vez más, con una sonrisa triste que se dibujó a través de la pantalla.
—Ojalá algún día esa imagen horrible que tienes de Kristopher se desvanezca. En serio lo deseo —dijo, su voz temblando apenas— Te sorprendería mucho ver lo que significas realmente para él.
Y por un segundo, el silencio se hizo tan pesado que sentí que el aire me ardía en el pecho.
Carraspeé, colgando la llamada.
—Y yo desearía que estuvieras de mi lado.
••••
Las sensaciones térmicas son muy fuertes en octubre. De niña, me quedaba durante horas frente a la ventana abierta solo para sentir el viento helado.
La sensación del frío atravesando mi piel, por muy extraño que suene, me hacía sentir acompañada. Era lo único que podía hacer en ese entonces, además.
Quizá por eso mirar por la ventana se siente tan nostálgico. Aunque no sea el mismo lugar.
Sonreí apenas, viendo una gota caer sobre el vidrio y descender con rapidez hasta desaparecer.
—Apagas las luces cuando subas.
Me volví, viendo a mi madre con un enorme vaso de avena en las manos.
—Creí que no tenías hambre —señalé con sorna.
Ella se encogió de hombros, ignorando mi comentario mientras subía las escaleras.
Sacudí la cabeza. Cada vez que mamá dice que no quiere cenar, en realidad quiere decir que quiere tomar avena hasta reventar.
Volví la vista hacia la ventana cuando desapareció de mi campo de visión.
En la casa de enfrente, una anciana bajaba de un taxi. Sus manos arrugadas cargaban un par de bolsas transparentes.
Fresas, mango, manzanas y otras frutas brillaban a través del plástico.
Ella se giró y sus ojos se cruzaron con los míos. Sin dudarlo, alzó una mano y me saludó con aquella amplia sonrisa.
Iba a imitar su gesto cuando me distraje con el taxista, un hombre robusto y bajo cuya piel rosada no parecía de este mundo.