La humanidad había sido vencida y finalmente conquistada. Los Zýlon, con sus implacables tropas de Berserkers y Xylosianos, destruyeron todos los ejércitos restantes del mundo. Las últimas defensas humanas cayeron en una sucesión de batallas que dejaron tras de sí solo ruinas y cuerpos. Los gobiernos se disolvieron, incapaces de repeler la invasión, y la poca resistencia que quedaba fue diezmada con una precisión aterradora. En menos de tres meses, la Tierra había sido sometida y estaba en camino a convertirse en una base operativa permanente para los Zýlon.
Las ciudades, antaño vibrantes y llenas de vida, ahora eran campos de concentración y trabajo forzado. Los Zýlon enviaron hordas de miles de soldados de su propia raza para apresar y esclavizar a los humanos sobrevivientes. No importaba quiénes hubieran sido antes de la invasión o su estatus social; ahora todos eran esclavos.
Los humanos fueron separados en diferentes categorías según su utilidad para los Zýlon. Los más fuertes fueron asignados a labores que requerían fuerza bruta, como la minería y la construcción. Otro grupo de humanos fue seleccionado para experimentos genéticos y cruces destinados a mejorar la raza Zýlon. En frías y clínicas instalaciones subterráneas, los científicos Zýlon realizaban crueles experimentos, buscando combinar lo mejor de ambas especies. Finalmente, un tercer grupo de humanos fue reservado para ser vendido como mercancía al mejor postor, una triste ironía para aquellos que una vez habían disfrutado de la libertad.
En un campamento de trabajo forzado, el ex-General Jonathan Hayes, ahora un simple número entre miles, levantaba pesadas rocas junto a otros prisioneros. El trabajo era agotador, y las condiciones, inhumanas. Sus pensamientos volvían constantemente a los días de lucha, a las decisiones difíciles y a la pérdida de amigos y camaradas. Ahora, en medio de la desesperación, solo le quedaba el instinto de supervivencia.
"¡Más rápido, esclavos!" rugió un guardia Zýlon, golpeando a un trabajador que había caído de rodillas. La crueldad de los captores no conocía límites, y cualquier acto de desafío, por pequeño que fuera, era castigado con brutalidad.
En otra instalación, la Dra. Emily Carter estaba encerrada en un laboratorio subterráneo, obligada a trabajar en proyectos de bioingeniería para los Zýlon. Sus conocimientos, antes utilizados para el avance de la humanidad, ahora servían a los intereses de los invasores. Observaba a través de la fría luz fluorescente cómo sus colegas humanos, bajo amenaza constante, realizaban experimentos que iban en contra de toda ética y moral.
"Emily, no tenemos elección," susurró el Dr. Sergei Ivanov, su voz cargada de desesperación. "Si nos negamos, nos matarán y encontrarán a otros que lo hagan."
"Lo sé, Sergei," respondió Emily, su voz quebrada por la impotencia. "Pero esto... esto no es vida. Nos han robado todo."
El proceso de terraformación de la Tierra había comenzado. Los Zýlon trajeron consigo una tecnología avanzada capaz de alterar el clima y la geografía del planeta. Plantas y animales nativos fueron eliminados para dar paso a la flora y fauna Zýlon, adaptada a las condiciones de su planeta de origen. Enormes máquinas de terraformación rugían en las ciudades destruidas, preparando el terreno para convertir la Tierra en un puesto avanzado permanente de los Zýlon.
La resistencia humana, aunque aplastada, no había desaparecido por completo. Pequeños grupos de rebeldes se escondían en las zonas más remotas, planeando actos de sabotaje y soñando con una liberación que parecía imposible. Entre ellos, el joven Alex Thompson, antiguo estudiante de ingeniería, se había convertido en uno de los líderes de la resistencia.
"Tenemos que mantener la esperanza," dijo Alex a su pequeño grupo en una cueva oculta en las montañas. "No podemos dejar que ellos nos destruyan por completo. Cada acto de resistencia es una chispa que podría encender un fuego."
"Pero Alex," respondió Sarah, una ex-soldado, "¿cómo podemos luchar contra esto? Somos pocos, y ellos son muchos. Tienen tecnología y poder que no podemos igualar."
"No se trata de ganar ahora," replicó Alex con determinación. "Se trata de sobrevivir y de luchar. Se trata de mantener viva la idea de que algún día, quizás, recuperemos lo que hemos perdido."
En las ruinas de lo que una vez fue Nueva York, un mercado de esclavos se había establecido en el antiguo Central Park. Los humanos eran vendidos al mejor postor, sus futuros destinados a ser herramientas en manos de sus amos Zýlon. Entre los prisioneros, una joven llamada Elena, quien antes de la invasión había sido una talentosa violinista, miraba a su alrededor con horror y desesperanza. Los recuerdos de su antigua vida eran un dolor constante, y la incertidumbre de su futuro la atormentaba.
Un oficial Zýlon, con una sonrisa cruel, se acercó a la jaula donde estaba encerrada Elena. "Tú," dijo señalándola, "serás útil para nuestro entretenimiento. Espero que tu talento sea tan valioso como dicen."
Elena, con lágrimas en los ojos, asintió en silencio. En su mente, las notas de su violín se mezclaban con el ruido de la destrucción y el sufrimiento, una triste melodía que resonaba en su alma.
Mientras tanto, en el espacio, las naves Zýlon continuaban llegando, trayendo más refuerzos y recursos para consolidar su dominio sobre la Tierra. Las transmisiones de los Zýlon anunciaban que el planeta pronto sería completamente integrado en su imperio. La terraformación avanzaba rápidamente, y las estructuras Zýlon se levantaban sobre las ruinas de las ciudades humanas.
Un grupo de Zýlon de alto rango discutía el progreso en una reunión holográfica. "La terraformación está en marcha según lo planeado," informó uno de ellos. "Pronto, la Tierra será completamente adecuada para nuestra especie. Los humanos restantes son insignificantes."
"Excelente," respondió el líder Zýlon. "Asegúrense de que cualquier vestigio de su civilización sea erradicado. Este planeta es nuestro ahora."