“¡Hijos de su putísima madre!” rugía Don José con una furia que parecía capaz de desgarrarle la garganta. Cada disparo de su vieja pistola resonaba en la casa, acompañado por el hedor a plomo quemado y carne putrefacta. "¿Cómo putas es que hay tantos y tantos?" Su mano temblaba con cada martillazo del arma, los nudillos blancos de la fuerza con la que apretaba el gatillo.
Yo, Ricardo, sentía el pulso desbocado mientras lo observaba luchar, disparando sin descanso a las sombras tambaleantes que se amontonaban en la entrada. La sangre coagulada y el hedor de la muerte impregnaban el aire. La madera de la puerta astillada crujía, incapaz de contener a la horda que se arremolinaba afuera.
“Ricardo, debes llevártela. Prométeme que la cuidarás. Yo les daré tiempo”. Su voz, rápida y cortante, era un rugido entre la cacofonía de disparos y gruñidos hambrientos. Sus ojos me atraparon fugazmente, urgentes, suplicantes.
“Pero…” intenté protestar, pero no me dejó terminar.
“¡¿Estás pendejo o qué?! Es una maldita horda y no dejan de aparecer más. Se me acaban las putas balas. Llévatela contigo, te lo ordeno, confío en ti, Ricardo.”
Jodido viejo testarudo. Apreté los puños, tragé la rabia y el miedo que querían anclarme al suelo y me impulsé fuera de la trinchera improvisada que era el desvencijado sillón.
“Te lo prometo”, solté entre dientes, y sin esperar su respuesta, corrí hacia la habitación de Evelyn.
Golpeé la puerta y entré sin preámbulo.
“¿Qué pasa, amor?”
Estaba acostada en su cama, sus audífonos cubriéndole las orejas como si fueran un escudo contra la cruel realidad. Un jeans negro, algo gastado por el uso, moldeaba sus caderas, y la blusa de tirantes que llevaba dejaba a la vista su escote generoso. Sus pechos subían y bajaban suavemente con su respiración pausada, ajena al caos de afuera. Evelyn siempre llamaba la atención en esa parte. Eran enormes, y en cualquier otra situación, tal vez me habría dado el lujo de mirarlos más tiempo. Pero no ahora.
La realidad cayó sobre mí como un golpe seco.
“Levanta ese hermoso cuerpo tuyo y toma rápido lo que necesites, debemos largarnos de aquí. Esos hijos de puta por fin nos acorralaron, llegaron hasta esta casa.” Mi voz salió con un gruñido, impregnada de rabia, miedo y una pizca de esa maldita costumbre mía de hacer comentarios fuera de lugar en los peores momentos. Quizás era mi forma de no volverme loco.
Evelyn parpadeó, confundida, pero al ver mi expresión, su cuerpo se tensó. Ya sabía lo que eso significaba. Se incorporó rápidamente, sin discutir. Sus labios, normalmente suaves y juguetones, ahora estaban apretados en una línea dura.
Me apresuré a buscar entre su cuarto, que, a diferencia del resto de la casa, seguía perfectamente ordenado. Parecía una burbuja donde el apocalipsis no existía, con su cama hecha con sábanas de colores pastel y el dulce aroma de su perfume flotando en el aire.
Tomé una mochila y empecé a llenarla con lo primero que encontré. Algo de ropa, un par de sus jeans, camisetas y, por supuesto, su ropa interior. Sonreí al ver un par de calzoncitos de encaje coquetos.
“No es momento de estupideces, Ricardo”, me dije a mí mismo, pero igual los metí a la mochila, junto con unos enormes brasieres que parecían lo suficientemente grandes como para que cupieran mis dos puños dentro.
Sabía que no era el momento de jugar, ni de sonreír siquiera, pero carajo, a veces mi idiotez era lo único que me mantenía a flote en esta mierda de mundo.
“Pero, ¿y mi abuelo?” preguntó Evelyn, con la voz temblorosa, mientras se acomodaba sus audífonos color rosa en el cuello y guardaba su celular en el bolsillo trasero de su ajustado jeans. Sus dedos se aferraban con fuerza al borde de su blusa, como si al sujetarse a la tela pudiera encontrar una respuesta que no quería escuchar.
La alegría que sentí al ver su ropa interior momentos atrás se desvaneció tan rápido como se desvaneció el mundo que conocíamos. No contesté. No tenía el corazón lo suficientemente endurecido como para decirle la verdad en voz alta. Pero Evelyn no era estúpida. Con tan solo mi silencio, ella lo entendió. Lo aceptó. Y eso la destruyó.
Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas, algunas cayeron lentamente, arrastrando el delineador negro que dibujó surcos oscuros en sus mejillas. Sabía que no teníamos tiempo para esto, pero no podía ignorar el dolor que la consumía. Me acerqué a ella y la abracé con fuerza. Sentí la suavidad de su piel, el perfume dulce y familiar de su cabello rojo, y el calor de su cuerpo pegado al mío. Su pecho, firme y generoso, se aplastó contra mi torso, y sentí una reacción inmediata e inoportuna en mi entrepierna.
“No es el momento”, me ordené a mí mismo, intentando calmar mi propio cuerpo. Increíblemente, por primera vez, pareció que mi traicionero instinto masculino me obedecía. Pero la cercanía no duró mucho. Me alejé de ella, preocupado de que hubiera notado mi reacción.
Sin embargo, en lugar de apartarse, me sujetó por los hombros con sus delicadas manos. Sus ojos, aun entre lágrimas, me miraron con desesperación, con una mezcla de suplica y determinación.
“Debemos llevarlo también. No podemos dejarlo, por favor, busca la forma…” su voz se quebró al final, y su labio inferior tembló ligeramente en esa mueca que siempre había sido mi debilidad.
Respiré hondo, sintiendo el nudo en la garganta apretar cada vez más. “No puedo, soy un maldito inútil, Evelyn. Ni siquiera sé disparar, y mucho menos cómo convencerlo. Perdóname…” dije, girándome para no tener que ver su rostro herido. Sabía que cada palabra que salía de mi boca la destrozaba un poco más, pero tenía que ser cruel. Tenía que ser rápido.
Apreté los puños y, con un tono más firme, agregué: “Debemos apurarnos. Así que mueve ese culo y ayúdame. No hagas que lo que hace tu abuelo sea en vano. Sabemos que es bueno con las armas, pero no nos dará tanto tiempo.”
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Editado: 10.04.2025