Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 5

Saqué mi celular y se lo mostré a Eve, la tenue luz de la pantalla iluminó su rostro con un resplandor frío y artificial. Sus ojos verdes reflejaron el brillo parpadeante de la pantalla, llenos de determinación a pesar de todo lo que había pasado. Respiré hondo antes de hablar.

“Veinte minutos solamente.” Mi voz sonaba firme, aunque mis pensamientos estaban lejos de serlo. “Nos encontramos aquí, en donde estamos ahora.” Sentía el sudor frío resbalar por mi espalda, pegando mi camiseta a la piel.

Ella asintió. Su expresión endurecida era una máscara reconstruida tras la debilidad emocional de hace unos momentos. Me sorprendía la rapidez con la que podía pasar de frágil a implacable en cuestión de minutos. Se cruzó de brazos, como si eso la hiciera más fuerte.

“Perfecto. Solo daremos cinco minutos de margen. Si uno de los dos no llega, el otro debe huir.” Su tono era tan seguro que por un instante olvidé el horror que nos rodeaba. Sus labios, antes temblorosos, ahora se fruncían en una línea dura, lista para aceptar cualquier posibilidad.

No respondí al instante. No porque no estuviera de acuerdo, sino porque la idea de dejarla atrás me era inconcebible. Pero ella lo notó, porque en cuanto el silencio se extendió demasiado, me miró con dureza.

“Lo prometiste.”

Sus palabras fueron un golpe en el estómago. Fruncí los labios. No podía contradecirla. “Está bien.” Mi voz fue apenas un susurro, pero suficiente para que me soltara. Aunque yo sabía que la esperaría o iría en su búsqueda.

Nos levantamos y cada uno eligió un lado del supermercado. Antes de irse, Eve extendió la mano.

“Dame la tarjeta.”

Fruncí el ceño. “¿Para qué?”

“Necesito ir a la farmacia. Algunas cosas están tras un vidrio con un lector de barras.” Vio mi expresión confusa y bufó con impaciencia. “Necesitamos medicinas, ¿sabes? Aunque ahora estemos bien, tú necesitas vendajes y pomada para ese brazo.” Sus ojos se desviaron hacia donde faltaba tela del abrigo. Yo no lo había olvidado, el dolor era intenso y constante.

Se cruzó de brazos y me miró con expectación, como si me retara a discutirlo. Pero antes de que pudiera responder, continuó, bajando ligeramente la voz.

“Además…” Su mirada se volvió incómoda. “Cuando escapamos de la casa de mi abuelo, olvidaste cosas importantes.”

“¿Ah?”

“Toallas sanitarias, cepillo de dientes, pasta dental, tampones…” Enumeró cada objeto como si estuviera dándome una lección, pero luego su voz se tornó más seria. “Y también pastillas anticonceptivas.”

Mi estómago se hundió. Noté cómo mi respiración se volvía más pesada.

Ella me miró de reojo, como si midiera mi reacción. “Digo… hemos estado casi todos los días sin parar y no hemos sido precisamente cuidados…”

Sentí un escalofrío recorrerme la columna.

“Así que no creo que el que yo termine embarazada esté en tus planes, ¿o sí?”

Intenté responder con algo inteligente, algo que demostrara que no era un completo idiota, pero mi boca se adelantó a mi cerebro. “O sea… si lo estuvieras… es decir, no…no quiero que ese cuerpo tuyo se llene de estrías, y…”

Los ojos de Eve se encendieron con furia. Podía ver cómo le temblaban las manos, como si estuviera a punto de soltarme un golpe.

“¡No! Espera. No quise decir eso.” Me llevé las manos a la cara, consciente de lo estúpidamente grande que la había cagado. “Solo digo que… no, no está en mis planes. Lo entiendo. Tómate el tiempo que necesites. Pero recuerda: veinte minutos.”

Ella resopló, me arrancó la tarjeta de las manos y se giró, dirigiéndose a su lado del supermercado sin decir otra palabra. Yo, por mi parte, inhalé hondo y miré hacia el lado que me correspondía.

A pesar de la tenue luz que se filtraba por los ventanales, el lugar parecía inquietantemente oscuro. Las estanterías ordenadas contrastaban con el mundo caótico que habíamos dejado afuera. No se escuchaba nada, ni un solo murmullo, ni el aleteo de un insecto. Solo el sonido de mi propia respiración y los latidos acelerados en mis oídos. Me lamí los labios, sintiendo el sabor agrio de la ansiedad en mi lengua.

Lo más inquietante de todo era el olor: el supermercado no olía a podredumbre ni a muerte. No. Olía… limpio. Como si alguien hubiera pasado hace poco con productos de limpieza, como si el apocalipsis no hubiera tocado este lugar. La frescura del detergente flotaba en el aire, cubriendo cualquier rastro de algo podrido.

No había zombis. O al menos, eso quería creer.

Con pasos medidos, caminé por el primer pasillo. La sensación de que algo estaba mal se apretaba en mi pecho como una garra fría. Pero no había tiempo para dudas. Teníamos veinte minutos.

Aunque mis pasos resonaban con un eco inquietante en los pasillos vacíos, el chillido constante del aparato de Eve seguía llenando el aire como un zumbido persistente y metálico. Esa cosa era insoportablemente ruidosa, pero al menos servía para algo: mantener a los zombis alejados de la puerta del supermercado. Aun así, cada sonido fuera de lugar me hacía estremecer. Tenía la sensación de que el silencio era una trampa a punto de cerrarse.

Avancé hasta la sección de comida enlatada, mis ojos recorriendo rápidamente las estanterías intactas. Era extraño. Demasiado extraño. Las latas de frijoles, maíz, sopas y carnes en conserva estaban apiladas como si nada hubiera pasado, como si la civilización no hubiera colapsado allá afuera. No había señales de saqueos ni de desesperación humana, solo un orden perturbador que contrastaba con todo lo que habíamos visto hasta ahora.




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