Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 8

Dos semanas después de nuestra plática y de establecer las reglas con Evelyn, el ambiente en el departamento era tan espeso que parecía que podía cortarse con un cuchillo… uno más filoso que el que Evelyn usaba para rebanar zombis sin pestañear.

Alma se había convertido en mi sombra, pegada a mí como si, al alejarse, los horrores de su pasado fueran a materializarse y devorarla. No me molestaba del todo su cercanía—había algo reconfortante en su sonrisa tímida y en la forma en que sus ojos reflejaban una gratitud genuina cada vez que la ayudaba con algo. Me hacía sentir útil, como si aún hubiera algo de sentido en este mundo de mierda.

Pero Evelyn...

Evelyn era un volcán en erupción silenciosa.

La veía cada día, observándonos con los ojos entrecerrados, los labios apretados en una línea delgada que traicionaba su frustración contenida. Si Alma me pedía ayuda para abrir una lata o alcanzar algo de un estante alto, Evelyn resoplaba tan fuerte que parecía que intentaba apagar un incendio con la pura fuerza de su nariz. Y yo, como un completo imbécil, no sabía qué hacer con esa bomba de tiempo que era mi novia.

No es que Alma estuviera haciendo algo malo. No buscaba provocar a Evelyn ni competir por mi atención. Pero su mera presencia era suficiente para encender una chispa en la dinámica del grupo. Me di cuenta de que, sin quererlo, mis bromas estúpidas lograban sacarle una risa real a Alma. Apreciaba mis intentos de aligerar el ambiente, de hacerle olvidar por un momento el infierno en el que vivíamos.

Evelyn, en cambio, se estaba alejando.

Lo noté cuando dejó de buscarme en la cama, cuando sus miradas provocadoras desaparecieron y cuando sus atuendos—antes diseñados estratégicamente para hacerme babear—dejaron de aparecer. Me estaba volviendo invisible para ella, y aunque mi lado racional entendía el porqué, había algo en mi interior que se retorcía con la sensación de que la estaba perdiendo.

Una tarde, mientras Alma y yo intentábamos reparar una vieja radio que habíamos encontrado en uno de los departamentos abandonados, Evelyn entró en la sala.

No dijo nada al principio.

Se quedó de pie en la entrada, con los brazos cruzados, observándonos con una expresión que me puso los pelos de punta. El sonido del soldador chisporroteaba en mis manos, y el olor del metal quemado se mezclaba con el leve aroma de moho y polvo del departamento.

Finalmente, Evelyn rompió el silencio.

—Alma, ¿podemos hablar un momento?

El tono de su voz era neutro, demasiado neutro. Y eso me asustó más que si hubiera gritado.

Alma me miró, buscando algún tipo de confirmación en mi rostro. Su piel morena, que había recuperado algo de color en las últimas semanas, se veía tensa bajo la luz tenue de la lámpara que tenía a mi lado. Sus ojos cafés reflejaban incertidumbre, pero al final asintió y se levantó sin decir nada.

El sonido de sus pasos y los de Evelyn desapareció tras la puerta de la habitación.

Yo me quedé ahí, con el soldador en la mano y el corazón latiendo con fuerza.

Algo me decía que esa conversación no iba a ser nada buena.

El silencio que se instaló en el departamento fue casi insoportable. Solo el leve zumbido de la radio mal reparada llenaba el espacio, como un testigo silencioso de la tensión que colgaba en el aire. Cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad, y por un momento, consideré la idea de acercarme a la puerta para escuchar lo que decían.

Pero no lo hice.

No porque no tuviera curiosidad—porque la tenía, y mucha—sino porque sabía que Evelyn se daría cuenta si intentaba espiar. Y lo último que necesitaba era sumarle más leña al fuego.

Finalmente, la puerta se abrió.

Evelyn salió primero.

Estaba pálida, más de lo normal. Algo en su expresión me hizo sentir un escalofrío recorrerme la espalda.

Lo que fuera que había pasado en esa habitación… no había sido una simple charla casual.

—¿Todo bien? —pregunté con voz forzada, intentando sonar neutral, pero hasta yo escuché lo falso que sonaba.

Evelyn no respondió de inmediato. Respiró hondo, cerró los ojos por un segundo y cuando volvió a abrirlos, la determinación en su mirada hizo que mi estómago se encogiera.

—Tenemos que hablar —su voz era firme, pero temblaba en los bordes, como si estuviera conteniendo algo.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No pregunté nada más, solo la seguí cuando me jaló del brazo y me llevó hasta la cocina, lejos de la sala donde Alma fingía no estar escuchando. Aunque sabía que lo hacía. ¿Cómo no hacerlo, si nuestros gritos seguramente eran lo único interesante en este apocalipsis?

El aire en la cocina estaba denso. No era solo la falta de ventilación en el departamento, sino la tensión que se acumulaba en cada rincón, apretándome el pecho. El olor a comida enlatada mezclado con el metal oxidado de las viejas ollas sobre la estufa hacía que la atmósfera fuera aún más sofocante. Me apoyé en la mesa y crucé los brazos, esperando a que hablara.

—¿Qué pasó? ¿De qué hablaste con Alma? —pregunté, directo al punto.




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