El aire nocturno nos golpeó con una bofetada helada en cuanto las puertas del elevador se abrieron. Un frío cortante se deslizó bajo mi abrigo, mordiendo mi piel como si tuviera garras invisibles. La oscuridad afuera no era simple ausencia de luz, sino una presencia aplastante, densa, casi tangible, como si estuviéramos al borde de un abismo que se tragaba todo lo que se aventuraba en él.
Y allí, en medio de esa penumbra opresiva, se movían los muertos.
Sus figuras tambaleantes parecían espectros ebrios, avanzando sin propósito definido, salvo el hambre insaciable que los guiaba. Su sonido era una sinfonía nauseabunda de gorgoteos húmedos, huesos crujiendo bajo carne marchita, el arrastrar de pies descompuestos contra el asfalto. El hedor era peor. Era algo que se metía en la nariz y se pegaba a la garganta: una mezcla de carne podrida, sangre rancia y el dulzor enfermizo de cuerpos en descomposición. Tragué saliva, sintiendo el escozor agrio de la bilis subir por mi garganta.
Evelyn apretó mi mano con una fuerza que no se sentía como una simple muestra de afecto, sino como un ancla en medio de una tormenta. Sus dedos se clavaban en los míos, fríos y tensos, como si estuviera sujetándose a la última pizca de cordura que le quedaba. Le devolví la presión, intentando transmitirle una seguridad que no sentía en absoluto.
Ocho horas. Eso era todo lo que teníamos. Salimos a las diez de la noche. Para las seis de la mañana, esta ciudad sería reducida a escombros. Ocho horas para atravesar un infierno viviente, llegar a la casa de Alma por ese celular que tal vez nos llevaría a un lugar más seguro. Ocho horas para sobrevivir.
Alma avanzó primero, con pasos sigilosos y decididos que contrastaban con la fragilidad de su cuerpo. A pesar de su menuda figura, se movía con precisión, sus grandes ojos cafés recorriendo cada rincón en busca de una ruta segura. No había duda de que ella era nuestra mejor oportunidad de salir de esta mierda con vida.
"Por aquí," susurró, apenas moviendo los labios.
Su voz fue como una caricia helada contra mi oído, suave, temblorosa, pero inquebrantable.
Nos deslizamos fuera del elevador, pegándonos a las paredes del edificio como sombras furtivas. Cada paso era una súplica silenciosa para no pisar algo que traicionara nuestra presencia. El suelo estaba lleno de escombros: vidrios rotos, basura, fragmentos de cemento… cualquier cosa podía ser la diferencia entre seguir con vida o ser despedazados.
El aire estaba impregnado de muerte. Y de otras cosas. Un aroma metálico flotaba en el ambiente, el inconfundible perfume de la sangre seca. Pero también había un rastro de basura acumulada, el hedor amargo de cuerpos en descomposición y un olor dulzón, punzante, como fruta fermentada.
Escaneé los alrededores con el pulso golpeándome en las sienes.
Alma iba delante, había decidido no usar un abrigo como nosotros sino solo una ligera sudadera, su espalda delgada recta como una cuerda tensa. Su camiseta holgada ondeaba ligeramente con el viento, pegándose a su cuerpo por momentos y revelando la escuálida forma que intentaba esconder bajo la ropa. No era el espectáculo de curvas al que estaba acostumbrado con Evelyn, pero había algo en esa fragilidad… una especie de pureza inquebrantable.
Mierda, Ricardo. No es momento para esto.; pensé pero no podía evitarlo, siempre estos pensamientos me llegaban en momentos como este.
Detrás de Alma, Evelyn caminaba con un paso más seguro, aunque sus hombros estaban rígidos y su mandíbula apretada. En la penumbra, su rostro parecía una máscara esculpida en mármol, hermoso y frío, pero con grietas evidentes. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de miedo y determinación.
Sus jeans ajustados dibujaban sus caderas y su trasero con una precisión malditamente perfecta, y por un segundo, mi mente se distrajo en esa imagen. No podía evitarlo. Era como un reflejo condicionado. Pero la situación no permitía lujos como ese. Me forcé a apartar la vista.
Tomamos un callejón angosto para evitar la avenida principal. La calle estaba bloqueada por autos abandonados, algunos con las puertas abiertas como fauces de hierro oxidadas. Sus interiores eran ataúdes de cuero destrozado y manchas oscuras que prefería no analizar demasiado.
Cada paso se sentía como caminar sobre hielo delgado. El cristal roto bajo mis botas crujió con un sonido seco, como huesos astillándose. Me detuve al instante, conteniendo la respiración.
Silencio.
Pero no lo suficiente.
Desde algún punto en la oscuridad, un gemido bajo y gorgoteante resonó, arrastrándose como un eco de ultratumba.
Alma se tensó al instante, sus manos pequeñas apretándose en puños. Evelyn tragó saliva con un movimiento tan brusco que pude escucharlo. Yo… yo sentí que mi estómago se comprimía en un nudo de alambre de púas.
No podía ver al muerto. Pero estaba allí.
Y lo peor era que no estaba solo.
Alma se detuvo en seco. Su cuerpo tembló de una forma casi imperceptible, pero suficiente para que Evelyn y yo lo notáramos. Instintivamente, ambos nos frenamos, conteniendo la respiración. No hizo falta que dijera nada. Levantó una mano temblorosa, con los dedos crispados en un gesto de advertencia, y el silencio se hizo más denso.
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Editado: 10.04.2025