Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 10

El silencio se había solidificado en el aire denso, como si el mundo mismo contuviera la respiración junto a nosotros. Era una sensación pesada, casi pegajosa, que se aferraba a la piel y se filtraba en los huesos. Las sombras de la noche nos envolvían como un sudario de muerte, y el hedor a podredumbre flotaba en el ambiente, mezclándose con el rastro metálico de la sangre seca en mi ropa.

Siete horas a pie. Una eternidad cuando cada esquina podía ocultar la muerte, cuando cada segundo era un juego de azar con la única apuesta posible: seguir con vida. Siete horas hasta que el infierno lloviera del cielo y redujera la ciudad a cenizas.

El golpe de esa revelación había sido más brutal que cualquier mordida de los muertos. Había sentido el peso de la esperanza extinguiéndose, como una llama aplastada por una bota. Y Alma… Alma la había sostenido en sus manos, sin darse cuenta, hasta que le fue arrancada.

Evelyn fue la primera en moverse, su cuerpo girando con un movimiento brusco que rasgó el silencio opresivo. Sus pasos resonaron en la calle vacía, donde el eco se extendió como un susurro de advertencia. Sus manos se cerraban en puños, las uñas clavándose en las palmas. Suspiró, pero no de cansancio, sino de rabia contenida.

A mi lado, Alma no se había movido ni un centímetro. Sus manos temblaban alrededor del celular inerte de su madre, el mismo que aún llevaba consigo como un vestigio de una vida que ya no existía. Sus ojos oscuros, grandes y húmedos, estaban fijos en un punto invisible del suelo, como si esperara que la tierra misma le ofreciera una respuesta.

Yo... yo sentía el frío en la espalda, un frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la noche. Era el miedo. No el miedo de un susto momentáneo, sino el tipo de terror que se enreda en las entrañas y se aferra con garras de hierro. La clase de miedo que viene con la certeza de que estás jodido.

Un crujido rompió la quietud. Algo arrastrándose, lejos, pero no lo suficiente. Mi cuerpo se tensó por instinto.

—No hay tiempo para lamentos —espetó Evelyn de golpe, su voz áspera y cortante, como el filo de un vidrio roto clavándose en la piel—. Tenemos que movernos. Siete horas es una puta eternidad que no tenemos.

Su tono fue como una bofetada en medio del letargo.

Alma parpadeó, como si estuviera despertando de una pesadilla dentro de otra pesadilla aún peor. Sus labios se separaron un poco, pero ninguna palabra salió. Luego, lentamente, asintió. Era un movimiento tan lento y pesado que parecía que su cabeza estaba hecha de plomo. Su rostro aún tenía rastros de lágrimas, pero ya no caían más. No porque el dolor hubiera desaparecido, sino porque la realidad se lo estaba tragando todo.

Su voz salió rota, apenas un hilo de sonido.

—¿A dónde?

La pregunta flotó en el aire como una súplica desesperada. Y lo peor de todo era que yo tampoco tenía una respuesta.

Miré a Evelyn, esperando que su maldita mente fría y calculadora hiciera su magia y sacara algún plan de la nada. Pero ella no me miraba a mí. Tenía la vista clavada en la oscuridad, sus labios fruncidos en una línea delgada.

Era raro verla así. Evelyn solía ser rápida, una máquina de palabras hirientes y decisiones impulsivas. Pero esta vez, se tomó un segundo más de lo habitual.

—No lo sé aún —admitió al final, su tono más suave de lo habitual. Menos filoso. Menos agresivo—. Pero quedarnos aquí es una sentencia de muerte segura.

La crudeza de sus palabras me sacudió más de lo que esperaba. No había falsas promesas, no había un “todo estará bien”. Solo la verdad desnuda y brutal.

Los ojos de Alma parpadearon otra vez, como si esas palabras le hubieran caído encima con todo su peso. Su garganta se movió, tragando saliva con dificultad. Yo podía escuchar su respiración entrecortada.

Apreté los dientes y solté un suspiro largo.

—Entonces… —empecé, pero me callé cuando escuché otro ruido.

Esta vez, más cerca.

El sonido pegajoso de algo que se arrastraba sobre asfalto húmedo.

El aire nocturno estaba cargado con el hedor a carne podrida. Un olor tan fuerte que lo sentí en la lengua, como si la descomposición se estuviera metiendo en mi boca.

Evelyn y yo nos miramos al mismo tiempo.

—Mierda… —susurré.

No había tiempo para dudas. No cuando el infierno ya nos estaba respirando en la nuca.

Fue mientras avanzábamos por una calle residencial, con los pies pisando escombros y restos de lo que una vez fueron casas habitadas, que la suerte, esa perra esquiva, decidió lanzarnos un hueso.

Las casas a nuestro alrededor eran cadáveres de lo que antes fue un vecindario normal. Ventanas rotas, puertas abiertas como bocas desencajadas, el óxido trepando las rejas como si quisiera devorarlas. Jardines marchitos, maleza creciendo entre las grietas del pavimento, juguetes olvidados tirados en el suelo como si los niños hubieran desaparecido en pleno juego. Y, de hecho, lo habían hecho.

Un aire espeso, cargado con el olor a putrefacción y humedad, se pegaba a la piel, envolviéndonos en un manto de muerte invisible.

Mis nudillos estaban blancos de tanto apretar el mango del cuchillo que llevaba en la mano derecha. Cada paso era una sentencia, cada sombra podía ser la última que veríamos. Y, sin embargo, ahí estaban.




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