Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 12

"¡Allí! Un grupo, al final de la calle."

Mis ojos siguieron su dedo y mi estómago se hundió en un nudo frío.

Eran muchos. Más de los que podíamos contar a simple vista. Sus cuerpos tambaleantes formaban una barrera grotesca al final de la calle, bloqueando nuestro camino. La luz de la luna iluminaba su piel pálida, desgarrada, sus bocas abiertas en un coro de gemidos guturales que resonaban entre los edificios vacíos.

No podíamos ir por ahí.

"Tenemos que rodearlos," dije entre jadeos, sintiendo el ardor en mis piernas y el sudor frío resbalando por mi espalda.

Evelyn no perdió el tiempo. Giró su bicicleta bruscamente y se metió por una calle lateral más estrecha, apenas iluminada por el reflejo de la luna en los cristales rotos de las ventanas.

La seguí sin dudar, sintiendo el peso de Alma desplazarse contra mi espalda con cada salto de la bicicleta sobre el terreno irregular. La calle estaba en peor estado que la principal: escombros, basura, pedazos de metal oxidado y algunos autos abandonados bloqueaban parcialmente el camino. Cada bache, cada piedra suelta, hacía que la bicicleta temblara peligrosamente bajo nosotros.

"¡Aguanta, Alma!" le advertí, apretando el manubrio con más fuerza.

Ella no respondió, pero su agarre en mi cintura se hizo más fuerte, casi doloroso. Su respiración era agitada, sus pequeños temblores se sentían contra mi espalda como un eco de su miedo.

El aire estaba denso aquí. Olía a humedad, a óxido, a algo podrido que no quería identificar. Cada sombra en las esquinas parecía moverse, como si los cadáveres estuvieran esperando el momento exacto para salir a nuestro paso.

Evelyn iba adelante, más tensa que nunca. Podía ver la rigidez en sus hombros, la forma en que su cabeza giraba nerviosamente a los lados, como si esperara un ataque en cualquier momento.

"Lo siento..." murmuró Alma detrás de mí, su voz apenas un hilo de culpa y preocupación.

Pude sentir su agarre en mi cintura, sus pequeños dedos aferrándose con fuerza, como si soltarme significara el fin. La bicicleta crujió bajo nuestro peso combinado, las ruedas rechinando contra el asfalto desgastado.

"No te preocupes," le respondí con la mandíbula apretada, el esfuerzo quemándome los muslos. "Solo agárrate bien."

El sudor me corría por la frente a chorros, ardiendo al meterse en mis ojos. Parpadeé varias veces, tratando de ver con claridad, pero la sal me escocía como mil agujas.

"Alma..." solté con dificultad. "Límpiame la frente."

Ella reaccionó de inmediato, su mano temblorosa con parte de su blusa de manga larga pasando sobre mi piel empapada, con un roce suave y cuidadoso. A pesar de todo, su toque me reconfortó. Pero antes de poder agradecerle, un sonido desgarrador nos heló la sangre.

Un gruñido agudo, entrecortado, como el chillido de un animal moribundo.

No. No era el lamento lento y gutural de los zombis comunes.

Era algo más.

"¿Qué fue eso?" Alma susurró con un temblor en la voz, su aliento cálido chocando contra mi nuca.

"¡Mierda!" Evelyn siseó desde adelante. Su tono era de puro terror.

Entonces los vi.

Dos figuras pequeñas emergieron de un callejón estrecho, sus cuerpos deformes y retorcidos iluminados apenas por la luna. Se movían con una rapidez inhumana, sus pasos resonando en el asfalto como el golpeteo de huesos secos.

Niños.

"¡Niños!" jadeó Evelyn, sus piernas pedaleando con una fuerza desesperada. "¡Acelera, Ricardo!"

No tenía que decírmelo dos veces.

Hundí los pies en los pedales, sintiendo cómo la bicicleta vibraba bajo la velocidad. Mis músculos protestaron con cada golpe de pedal, pero el pánico nubló cualquier dolor.

Los niños-zombi corrían como animales rabiosos, sus piernitas torcidas propulsándolos hacia nosotros a una velocidad absurda.

Uno de ellos se lanzó en mi dirección y, antes de poder reaccionar, sentí un golpe seco en mi pantorrilla. El maldito me embistió. Un dolor agudo se disparó por mi pierna, como si me hubieran clavado un cuchillo al rojo vivo.

"¡Ahh, carajo!" grité, tambaleándome sobre la bicicleta.

Alma chilló, su agarre sobre mi cintura volviéndose casi sofocante. Estuvimos a punto de caer.

"¡No te sueltes!" gruñí entre dientes, forzando el manubrio para enderezarnos.

Vi por el rabillo del ojo cómo Evelyn, con una maniobra temeraria, giró bruscamente su bicicleta y embistió al niño-zombi -que me había golpeado- de lleno con la rueda trasera.

El impacto lanzó al monstruo hacia un lado, haciéndolo rodar sobre el pavimento. Su cráneo golpeó contra el borde de la banqueta con un ruido seco, pero no se quedó quieto.

Se movía aún, sus huesos chasqueando mientras se arrastraba en nuestra dirección.

"¡Ricardo, mierda, vamos!" Evelyn gritó, su rostro una mezcla de miedo y furia.

El segundo niño-zombi aprovechó mi distracción y saltó hacia nosotros.




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