Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 15

El camino de tres horas pedaleando se había sentido como una eternidad y, al mismo tiempo, como un parpadeo. Cada golpe de pedal era un recordatorio de nuestra fragilidad, de lo cerca que habíamos estado de morir en ese maldito bombardeo, de lo mucho que habíamos perdido en el proceso. Las calles destrozadas, los autos abandonados cubiertos de polvo y sangre seca, los cadáveres que en algún momento se levantarían como si la muerte solo fuera una pausa… todo se convertía en un difuso telón de fondo mientras seguíamos avanzando.

El único sonido constante era el rechinar de las cadenas oxidadas de nuestras bicicletas y el crujido de los neumáticos sobre el pavimento agrietado. De vez en cuando, Alma hablaba en voz baja, como si el silencio pesado la asfixiara demasiado. No era gran cosa, preguntas aleatorias, comentarios sobre lo lejos que se veía la luna, recuerdos de cuando la vida era normal… Cosas que, en otro tiempo, habrían sido completamente triviales, pero que ahora eran la única manera de no volverse loco en este mundo de mierda.

Evelyn, en cambio, iba callada. Demasiado callada. Iba delante de nosotros, su silueta apenas visible en la oscuridad, con la espalda arqueada y el cabello rojo pegado a la piel por el sudor. Su pedaleo se veía más pesado, como si en cualquier momento pudiera desplomarse. Su cuerpo estaba al límite. Pero, como siempre, ella se negaba a mostrar debilidad.

Yo también estaba cansado. Mis muslos ardían con cada movimiento y la espalda me mataba por el peso de Alma, quien se aferraba a mí con más fuerza de la necesaria. Pero lo peor era el hambre. No comíamos bien desde hacía días, y mi estómago protestaba con gruñidos sordos que intentaba ignorar.

Cuando por fin nos detuvimos, el alivio se mezcló con un nuevo tipo de ansiedad. El celular tenía apenas un 1% de batería. La batería portátil estaba muerta. Abrí con torpeza el celular de la mamá de Alma y, al ver la pantalla, no pude evitar soltar una risa estúpida.

—Miren esto… —susurré, girando el teléfono para mostrarles la ubicación.

Alma y Evelyn se inclinaron hacia la pantalla, parpadeando con incredulidad.

—No jodas… —murmuró Evelyn, con la voz ronca por el esfuerzo.

—Cien metros… —susurró Alma, y por primera vez en horas, sonó realmente esperanzada.

Lo habíamos logrado. Después de todo lo que pasamos, de toda la mierda que nos había tocado tragar, de todas las veces que pensamos que moriríamos… lo logramos.

El celular se apagó, y con él, la sensación de triunfo se esfumó de golpe.

El silencio que quedó fue casi peor que el de los zombis.

Nos miramos por unos segundos, sin decir nada. Era raro. Estábamos felices, o al menos deberíamos estarlo. Pero al mismo tiempo, era como si algo nos impidiera celebrar de verdad. Como si dentro de nosotros todavía quedara demasiado roto como para permitirse ese lujo.

Suspiré y volví a subir a la bicicleta.

—Vamos. No nos detengamos ahora.

Evelyn no respondió, solo se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y volvió a pedalear. Su ropa, pegada al cuerpo, estaba manchada con una mezcla de polvo, sangre seca y sudor. A pesar de su terquedad, era obvio que estaba agotada. Su respiración era pesada, y de vez en cuando se llevaba la mano al vientre con un gesto inconsciente. Yo ya sabía lo que había. No lo diría en voz alta, pero lo sabía.

Alma, detrás de mí, se acomodó con más cuidado, tratando de no ser una carga mientras yo pedaleaba con todas mis fuerzas. Ella siempre hacía eso. Siempre intentaba hacer todo más fácil para los demás, aun cuando estaba igual de jodida que nosotros.

El camino empezó a inclinarse.

El pedaleo se volvió más difícil, y con cada metro, la maleza se hacía más espesa. La luna, alta en el cielo, proyectaba sombras deformes entre los árboles, haciendo que cada movimiento pareciera una amenaza acechante. Miraba a los lados constantemente, esperando ver un destello de ojos podridos, escuchar el arrastre de pies inhumanos en la tierra… pero no pasó nada.

El único sonido era el de nuestras respiraciones agitadas y el lejano lamento del viento entre las ramas.

Y entonces, la vi.

Una cabaña de madera, solitaria, con algunas ventanas tapiadas y una chimenea que no humeaba. No parecía abandonada, pero tampoco daba la impresión de ser el lugar más acogedor del mundo. Aun así, después de todo lo que habíamos pasado, se veía como un maldito paraíso.

—Ahí está… —susurró Alma, su voz temblando entre la emoción y el cansancio.

Nos bajamos de las bicicletas y las escondimos entre unos arbustos. Nos movíamos con cuidado, como si el simple acto de hacer ruido pudiera atraer el infierno sobre nosotros. Cada crujido de las hojas secas bajo nuestros pies me hacía apretar la mandíbula con fuerza.

Apenas nos acercamos, noté algo que hizo que la piel se me pusiera de gallina.

Luz.

Una luz tenue filtrándose por una de las ventanas sin cubrir..

Nos detuvimos en seco, con el aire gélido clavándose en nuestros pulmones como agujas invisibles. El silencio que nos envolvía se sentía espeso, casi pegajoso, como si la noche misma estuviera conteniendo la respiración junto a nosotros. No eran gruñidos ni lamentos arrastrados de los malditos muertos. Eran voces humanas. Conversaciones entre personas. Pero, ¿quiénes? ¿Amigos? ¿Enemigos?




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