Cinco días.
El tiempo se había desdibujado en la oscuridad de la inconsciencia, reduciendo mi mundo a una secuencia de sueños difusos y sombras inquietantes. Cinco malditos días sin saber qué mierda había pasado después de que me hirieron, sin poder distinguir entre el antes y el después. La sensación era extraña, como si una parte de mí se hubiera quedado atrapada en aquel instante en el que el dolor me consumió y todo se desvaneció.
No tenía idea de quiénes eran esos viejos que nos salvaron, ni cómo habíamos terminado aquí. ¿Dónde estaba Evelyn? ¿Alma había estado conmigo todo este tiempo? La cabeza me latía con fuerza, como si un tambor golpeara dentro de mi cráneo con cada pensamiento. Mi cuerpo pesaba, los músculos estaban agarrotados y sentía la garganta seca, con un sabor metálico pegajoso en la boca.
Antes de que pudiera hacerme más preguntas, la puerta de madera crujió con un sonido bajo y rasposo. Mi piel se erizó de inmediato, mis sentidos se encendieron, listos para lo peor. Mi cuerpo entero reaccionó como un animal acorralado.
Una mujer entró en la habitación.
Y en el instante en que la vi, supe que la imagen que mi mente había dibujado antes de perder la conciencia se había quedado corta. Muy corta.
Era alta, de unos treinta años, con un cuerpo que parecía esculpido a base de pura determinación y esfuerzo. Llevaba una playera sin mangas, gris y gastada, que dejaba al descubierto sus brazos definidos, cada músculo marcado con precisión, como si estuviera tallada en piedra.
Mi cerebro, a pesar del dolor y el aturdimiento, no pudo evitar lanzar un pensamiento absurdo:
*"¿Tienen un puto gimnasio aquí? Y si lo tienen, ¿dónde me inscribo?"*
Pero no era solo su físico lo que imponía. Sus ojos, negros como la noche más profunda, me recorrieron con una intensidad que me hizo sentir desnudo, expuesto ante un juicio silencioso. Había algo en su mirada que era distinto a cualquier otra que hubiera sentido antes; no era la frialdad calculadora de alguien que solo evalúa si eres una carga o un activo, ni la amenaza latente de alguien que disfruta de su poder. Era algo más... algo imposible de descifrar en aquel primer vistazo.
Y sí. Era imposible no ver sus pechos.
Porque vaya que eran grandes.
Más grandes que los de Evelyn, lo cual ya era decir mucho. Y con esa maldita playera de tirantes ajustada que llevaba puesta, parecía que se burlaban de cualquier lógica humana, desafiando la gravedad y la resistencia del maldito algodón.
Pero había algo en ella, algo que iba más allá de lo físico. Algo en su postura, en la forma en que se plantó frente a mí con una expresión de seriedad que no daba margen a bromas. No había coquetería ni juego en su mirada, solo una intensidad casi intimidante, como si pudiera ver a través de mí y juzgar cada una de mis debilidades con un solo vistazo.
Tragué saliva.
—Mierda… —murmuré para mí mismo, apenas consciente de que lo había dicho en voz alta.
El silencio en la habitación se volvió más pesado. Solo el sonido de la madera crujiendo bajo su peso al avanzar rompía la quietud. Cada uno de sus pasos era firme, sin titubeos, sin dudas.
Sentí la respiración de Alma a mi lado, un poco más agitada de lo normal. Giré apenas la cabeza y la vi apretando las manos sobre su regazo, con esa mirada nerviosa que siempre ponía cuando no sabía qué hacer o decir.
No sabía quién era esta mujer ni qué quería, pero algo me decía que si abría la boca en el momento equivocado, la conversación no terminaría bien para mí.
Y con mi historial de decir estupideces en los peores momentos, la cosa pintaba mal.
Detrás de ella, asomaron otros rostros. No eran muchos, pero cada uno tenía una historia escrita en la piel. Un hombre con un uniforme militar descolorido, con arrugas profundas y canas que asomaban por sus sienes. Su expresión era seria, pero había algo en sus ojos que hablaba de disciplina más que de crueldad. Junto a él, una mujer de aspecto amable con arrugas alrededor de los ojos, como si hubiera sonreído mucho en algún momento de su vida, aunque ahora esas marcas parecían más una sombra de lo que fue.
Un tipo robusto se mantenía con los brazos cruzados. Sus manos estaban llenas de callos, uñas ennegrecidas por la suciedad, y el rostro curtido por el sol. Parecía el tipo de hombre que trabajaba con sus manos incluso cuando no había nada que hacer. Su estómago prominente delataba que, en tiempos mejores, la cerveza había sido su fiel compañera. A su lado, un anciano delgado, encorvado, con gafas gruesas que reflejaban la tenue luz que quedaba. Su postura doblada me recordaba a esas ramas secas que están a punto de quebrarse, pero su mirada aún tenía un brillo astuto, como si su mente estuviera más viva que su cuerpo.
La mujer que los lideraba, Ruby, avanzó con paso firme. A pesar de su cuerpo delgado y su estatura no tan imponente, sus pechos enormes y su porte seguro le daban una presencia difícil de ignorar. Su cabello corto y rubio, con mechones rebeldes que escapaban de su corte casi militar, enmarcaba un rostro marcado por la dureza. Una cicatriz le atravesaba el ojo izquierdo, dándole un aire fiero, casi intimidante. Sus ojos oscuros se posaron en mis vendajes primero, analizando mi estado, luego se movieron hacia Alma, quien se apartó de mí con rapidez, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
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Editado: 10.04.2025