Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO 18

15 putos días.

15 días desde que esa trampa casi me destrozó la pierna y casi me desangro como un maldito cerdo en un matadero. Quince días encerrado en esta cabaña que olía a madera vieja, humedad y esas hierbas medicinales que Alma insistía en usar porque Josefina le había enseñado que "sanaban el cuerpo y el alma". A mí solo me hacían pensar en té rancio y en cómo el dolor no terminaba de largarse.

El brazo me ardía, la pierna me palpitaba como si un demonio la mordisqueara cada noche, pero al menos ya no era el grito punzante de antes. Ahora era más bien un murmullo sordo, una presencia constante, como una vieja canción que nunca se apaga del todo.

Alma seguía cuidando mis heridas con una dedicación casi obsesiva. No importaba cuántas veces le dijera que ya podía hacerlo yo, ella se aferraba a la tarea con una terquedad dulce. Sus manos pequeñas, cálidas, recorrían mi piel con cuidado, limpiando y re-vendando con una torpeza que, poco a poco, iba desapareciendo. Era tierna. Demasiado. Como si tuviera miedo de lastimarme más de lo que ya estaba.

Las noches eran iguales. Seguíamos durmiendo juntos en la improvisada cama de mantas y harapos que habíamos armado en un rincón de la cabaña. No era exactamente cómoda, pero al menos no dormíamos en el suelo frío. Alma se acurrucaba contra mí sin siquiera pensarlo, buscando calor, protección o simplemente compañía en la oscuridad. Su respiración tranquila chocaba contra mi cuello, y a veces su cabello se enredaba entre mis dedos cuando me movía.

Pero mi mente nunca descansaba. Siempre volvía a ella.

Evelyn.

¿Dónde mierda estaría? ¿Seguiría viva?

Cada día que pasaba sin saber de ella era una tortura. Un nudo apretado en el pecho que no se deshacía, por más que intentara distraerme con cualquier otra cosa. Yo no debí decirle que se fuera…. Pero como iba a saber que estos ancianos no nos harían nada. Si hubiera sido diferente, estaría muerto. Y Evelyn… ella lo sabía. Por eso no miró atrás.

La culpa me carcomía.

A veces, en las madrugadas, cuando Alma ya dormía profundamente, yo me quedaba despierto, mirando el techo, sintiendo su calor junto a mí pero pensando en Evelyn, en lo que podría estar pasando, en lo que podría estar sintiendo.

Odiaba sentirme así. Débil. Incapaz.

Esa mañana, antes de que el sol terminara de salir, decidí que ya era suficiente.

Me levanté con cuidado, tratando de no despertar a Alma. El frío de la madrugada se coló de inmediato en mis huesos, haciéndome soltar un suspiro. No había electricidad, ni luces, ni siquiera un fuego encendido. Solo la luz mortecina del amanecer filtrándose por las rendijas de la cabaña.

Cojeé hasta la puerta, apoyándome en un tronco que Sabas había dejado cerca. El aire fresco llenó mis pulmones, y por un instante, solo un instante, el dolor pareció amainar.

Pero la realidad no desaparece tan fácil.

Yo tenía que recuperarme. Porque quedarme aquí no era una opción.

Sabas estaba en el pequeño huerto improvisado detrás de la cabaña, removiendo la tierra con una pala vieja. Aún era temprano, el amanecer apenas teñía el cielo con tonos naranjas y rosados, y desde el cerro se podía ver la devastación de lo que una vez fue la ciudad. A lo lejos, entre las ruinas, columnas de humo se alzaban hacia el cielo como señales de un infierno aún latente. Podía jurar que, entre los escombros y los edificios aún ardiendo, se movían hordas enteras de muertos, avanzando como hormigas hambrientas en busca de algo que devorar.

Caminé con lentitud, sintiendo el aire fresco de la madrugada rozar mi piel, un contraste casi absurdo con el hedor de carne podrida que a veces traía el viento desde abajo. Me senté en un tronco cerca de Sabas y lo observé trabajar. Sus manos callosas y ennegrecidas por la tierra se movían con la paciencia de alguien que había vivido demasiado, que había visto cosas que lo habían endurecido más que cualquier golpe.

—Buen día, muchacho —dijo sin levantar la vista, su voz ronca y profunda, como si cada palabra pesara en su garganta.

—Buen día, Sabas —respondí, observando cómo sus manos expertas trataban las pequeñas plantas que apenas comenzaban a brotar. Se veían frágiles, insignificantes comparadas con el caos allá abajo.

—Se ven bien.

—Hay que tener paciencia con ellas, Ricardo. Como con todo en esta vida. Algunas tardan más en crecer, otras necesitan más cuidado. Pero al final, si uno es constante, dan fruto —respondió, dejando la pala a un lado y limpiándose las manos en su pantalón desgastado.

Lo miré en silencio. Tenía una gran berruga al lado de la nariz, enorme y oscura, tanto que en un primer vistazo parecía una mosca pegada a su cara. Su cabeza apenas tenía unos mechones dispersos de cabello gris, y su piel, curtida por el sol y el tiempo, estaba llena de cicatrices y arrugas. Sus ojos, pequeños y enrojecidos, brillaban con una melancolía extraña.

—Extraña la cerveza, ¿verdad? —pregunté de repente, casi sin pensarlo.

Sabas se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera decidiendo si responder o no.

—Más de lo que te imaginas, chamaco. Pero más extraño a mi nieta... —Su voz se quebró un poco, apenas un matiz en su tono, pero lo noté.




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